Llegué a San Francisco, una de las ciudades más importantes de California de una manera muy extraña para mí: sin itinerario. Tenía alguna que otra idea sobre qué hacer; caminatas, algunos museos, tal vez un paseo en ferry. Y salir a comer, claro, mi razón número uno para visitar cualquier destino.
Suelo arribar a las distintas ciudades con reservas hechas con meses de antelación y una lista de otros lugarcitos interesantes para visitar, pero esta vez me lo tomé con calma. Una botella de agua en la totebag, auriculares cargados, protector solar y salí a caminar para descubrir dónde comer en San Francisco.
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Mi primera parada fue Tartine. Eran las tres de la tarde y no tenía más que un café en mi sistema. Para un porteño el horario de almuerzo no parece tan extraño, pero ya habiendo pasado dos semanas en Estados Unidos, resultaba tardísimo. El mostrador de pastelería era soñado: tortas y tortitas, galletas y laminados perfectos. Necesitaba algo con más sustento así que fui por un sándwich de huevo al vapor con queso, espinacas y salsa de ají verde. Simple, sutil, con un pan espectacular. Lo pedí para llevar y lo disfruté en Dolores Park, a unas pocas cuadras, observando la ciudad perderse en el horizonte.
Varias cuadras caminadas, intercalando subidas y bajadas, (y un bus también, lo admito) me dejaron en SoMa, cerquita del centro de la ciudad. Había escuchado que Saison, un restaurante de dos estrellas Michelin, tenía un flamante bar de vinos: Saison Cellar & Wine Bar. El formato es atractivo para viajeros solitarios, con su barra enorme y una lista interesante de pequeños platitos. La carta de vinos está más que bien, con mucha etiqueta francesa por copa y aún más por botella. Elegí algunas de Les Blanches Fleurs y Moulin-à-Vent, que acompañaron de maravilla el paté en croute y las papas trufadas -con mucha, mucha trufa de verano-. Para coronar la noche, dejé la elección de mi última copa en manos de Paul Carayas, Wine Director. Eligió un Syrah 2003, de Santa Bárbara County. Los años encima le integraron la madera y complejizaron la abundancia frutal tan típica de California.
El almuerzo del día siguiente, también tardío, fue en Maison Nico. Nuevamente, la elección fue compleja, pero fui por una Quiche Lorraine. Juzgar a un lugar por los clásicos siempre es una buena idea, ¿no? El relleno estaba perfecto pero la masa… ¡ay, la masa! Todas las capas del hojaldre, separadas de una manera ridículamente estética, con el crocante y dorado ideal. Sublime. Quedé con ganas de probar el flan parisino a la salida, uno de mis postres favoritos. Pendiente para una próxima visita.
Tras un día de mucho museo y aún más caminata, decidí darme un gusto y caminé por Embarcadero hacia Angler, un restaurante de una estrella Michelin con el foco puesto, principalmente, en pescados y mariscos. Como tengo problemas tomando decisiones, opté por la propuesta “Let us cook for you” (déjanos cocinar para ti) que resultó ser un recorrido por casi todo el menú. Ostras cremosas, trucha cruda, la vieira más grande que vi en mi vida, pesca a las brasas y verduras en distintas preparaciones. ¿Los destacados? Las patas de rana, fritas en un rebozado picante (para comer con la mano, sí o sí), con crema de cardamomo; y la papa Angler, con una preparación que no me quisieron develar, pero a esa altura del partido, tampoco necesitaba. La comida fue mucha -gran relación calidad/precio- y aunque no opté por el maridaje, probé alguna de las opciones de vino por copa, que combinaban perfectamente con los distintos platos.
Todavía un poco lleno con la comida de la noche anterior, hice una suerte de desayuno-almuerzo rápido y salí a la calle. Era mi último día, quedaba mucho por recorrer y, además, tenía una cena temprana en Orafo, el restaurante del Four Seasons Embarcadero, donde me hospedé.
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Salto directamente a ella, porque acá hablamos de comer y beber. Me recibieron en el bar con una degustación de sus cocteles: reversiones de negronis, creaciones de los bartenders, nuevos clásicos. Antes de pasar a la mesa, probé mi favorito: Cognac VSOP, ron, amaro, nueces y humo de maple, un homenaje a la neblina tan clásica de la bahía.
Ya en la mesa, todo continuó muy bien. Probé un pulpo tiernísimo, pasta casera con frutos de mar -con el dente preciso- y una suerte de sopa de tomate con cangrejo local. El concepto es la nueva cocina italiana y no sólo queda en los platos, la carta de vinos también incluye joyas tanas, como un vino naranjo con algo de crianza biológica, ideal para acompañar pescas contundentes.
Un gran viaje merece un cierre bien arriba. En este caso, lo fue literalmente. Caminé unas cuadras hacia el Beacon Hotel para subir a su último piso y llegar a Starlite, uno de los bares del reconocidísimo Scott Baird. Era viernes, estaba repleto, pero conseguí un lugarcito en la barra. Y qué suerte que lo hice. Las vistas del bar son despampanantes, pero la coctelería le compite bastante bien. Tomé un Tulip Martini, sutil y ligeramente amargo; un Pornstar Martini lleno de glitter y un coctel llamado “A man you don’t meet everyday”, que le hace justicia a su nombre: whisky irlandés, manteca tostada, licor de bananas y nueces, jerez Oloroso y espuma de Guinness. Oda a la complejidad y la copa perfecta para brindar por un pronto regreso a esta gran ciudad.