
Crecí en el barrio con los habitantes más longevos de la Ciudad de Buenos Aires, frente a una cuadra donde el último censo marcó que existe el porcentaje más alto (13,87%) en cantidad de vecinos que superan las ocho décadas. Allí, en esa misma manzana, delimitada por las calles Libertad, Posadas, Montevideo y Av. Alvear, también vivió durante 40 años Angelita, mi abuela, quien murió a los 94 después de una larga y activa vida social.
Dice mi madre que desde que Angelita se mudó a la calle Libertad, allá por los años sesenta, ya se quejaba de que estaba rodeada de viejos. El intercambio con gente joven y con ideas frescas la mantenían despierta, pero sin duda algo debe haber encontrado aquí porque permaneció en esta misma zona por el resto de su vida.
Transitó una vejez con independencia, subiendo coqueta y a pie la pendiente que declina desde la Av. Alvear hacia Posadas, para asistir a sus tertulias en la Biblioteca de Mujeres (ABM), a los conciertos en el Teatro Colón o a misa en la iglesia Mater Admirabilis. Actividades sociales que estimulaban su cuerpo, su mente y su espíritu, empujándola hasta las puertas del centenario de vida.
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Un barrio cuesta arriba o cuesta abajo
Me parece cuanto menos llamativo que justo esta manzana con la mayor cantidad de longevos este sobre una pendiente.
La primera zona azul que Dan Buettner, el explorador de National Geographic que creó el concepto, marcó en el mapa fue Barbagia, un pueblo situado a más de 700 metros sobre el nivel del mar en las montañas de Cerdeña, donde los locales suben y bajan cuestas continuamente, ejercitando el cuerpo sin apenas darse cuenta. Una situación parecida viven los habitantes de Icaria, en Grecia, otra zona azul señalada por Buettner.
Este factor común me hace reflexionar sobre la frase que hace no mucho me dijo una corredora inmobiliaria mientras buscaba un departamento para comprar por el barrio -aunque como mi abuela reniego de su conservadurismo ideológico también lo considero increíblemente bello y aspiro a lograr su longevidad-: “de la Av. Alvear para abajo los precios bajan, porque nadie quiere tener que subir y bajar la pendiente”.
Reconozco que yo misma -que viví en la calle Posadas desde que nací y hasta los 23 años, y en la que volví a residir ya siendo madre a los 34- me he quejado. No fue placentero empujar cuesta arriba un cochecito a diario durante los últimos cinco años para hacer las compras del día o para llevar a mis hijos a la plaza; pero empiezo a pensar que quizás, con esa incomodidad y ese pequeño ejercicio cotidiano me gané años extra de vida.

Verde y social
Un artículo publicado por el diario La Nación fue el que recientemente puso el foco sobre la particularidad de esta zona, rescatando usos y costumbres -permanencias de las que escapé apenas pude cuando era joven y buscaba la novedad- pero que a medida que crezco vuelvo a valorar.
El principal es la cercanía a plazas y parques con áreas verdes como Plaza Francia, Plaza Vicente López y Parque Thays. Hace unos años, cuando mi suegra peruana visitó la ciudad por primera vez, se quedó encantada con la posibilidad de caminar tranquila por las calles y plazas del barrio. Pasaba las tardes sentada en algún que otro banco y acababa conversando con contemporáneos que llegaban hasta ahí paseando a su perro o caminando para mantener el cuerpo en movimiento.
Los espacios públicos que incentivan la cultura y fomentan el encuentro con los otros, como el Centro Cultural Recoleta, el Museo Nacional de Bellas Artes y la Biblioteca Nacional, son también parte de sus encantos. Todos tienen ingreso libre y ofrecen una prolífera programación de actividades gratuitas para todas las edades.
Si bien no podría asegurar que la dieta porteña, abundante en carbohidratos y carnes rojas, sea uno de los precursores de la longevidad, intuyo que el carácter social de las comidas si juegan su parte en el camino hacia una vejez plena en Recoleta. Cafés como La Biela, La Rambla y Josephina ‘s convocan a toda hora a los habitués del cafecito y la charla de sobremesa.
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La fe mueve almanaques
La cantidad de templos católicos y centros de culto en el barrio no es un dato menor. Dentro de sus límites existen una decena, pero algunos de ellos, como San Nicolás de Bari y el Santuario de Schoenstatt son especialmente convocantes entre jóvenes y adultos por sus grupos de oración, misión o voluntariado.
Estas comunidades son muy activas en la búsqueda de un propósito para la vida desde la espiritualidad, algo similar a lo que propone la filosofía japonesa del ikigai. Además, dentro de ellas se tejen lazos sociales de apoyo muy parecidas a las que se pueden encontrar en Loma Linda, en California, o en Okinawa, Japón, otras dos zonas azules señaladas por Buettner.
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Recoleta, con sus calles en pendiente, sus espacios verdes, su oferta cultural y sus cafés para largas tertulias, se configura como un pequeño enclave donde el paso del tiempo se vive con gracia y propósito. Tal vez la receta de la longevidad no sea solo genética ni azarosa, sino una combinación de ejercicio cotidiano, vida social activa y pequeños rituales que enriquecen el espíritu. Como lo hizo mi abuela Angelita, quizás el secreto esté en abrazar la vida del barrio, mantener la mente inquieta y disfrutar de esos encuentros cotidianos que, sin darnos cuenta, nos empujan suavemente hacia los cien años.