Total transparencia: no soy precisamente una fanática de los autos, pero cuando era adolescente y crecí en los suburbios de Estados Unidos, aprendí rápidamente que son sinónimo de libertad. La emoción y el romanticismo de la carretera —o incluso de la no tan abierta y congestionada autopista de Long Island—, nunca me han abandonado.
Así que cuando llegué al tranquilo pueblo de Tourrettes, en Provenza, el pasado verano, y me topé con una flota de supercoches tan coloridos y peligrosos
como los peces exóticos, sentí que el corazón me latía en la garganta, parte por euforia y parte por nervios.
Había siete autos en total. El 812 GTS con motor V12 (uno de los dos Ferrari) fue el primero que me llamó la atención, con su aire definitivamente italiano y sugerentemente frío; el McLaren 720S negro mate y sobredimensionado me puso la piel de gallina y me hizo vibrar como Batman, y el Aston Martin DB11 azul francés de techo abatible destilaba sofisticación al estilo Bond.

El plan consistía en dar una vuelta con cada uno de ellos durante dos días como parte del nuevo Le Grand Tour Provence, un menú degustación hedonista de supercoches que culmina con la joya de la corona del creciente imperio de la Fórmula 1: el Gran Premio de Mónaco.
El itinerario fue creado por Ultimate Driving Tours, con sede en Australia, que tiene 15 años de trayectoria en experiencias de conducción de lujo.
Antes de abrocharnos los cinturones, el fundador y CEO, Anthony Moss, reunió a nuestro grupo de 14 apasionados por los motores (y sus alegres acompañantes) para una charla informativa. Se explicaron las costumbres y reglas de manejo francesas (“es más probable que la policía se tome fotos con los autos a que que les ponga multas”, bromearon) y se dio una buena dosis de temor para evitar cualquier imprudencia (“si explotas una llanta, tendrás que reemplazar las cuatro, lo que cuesta alrededor de 8,000 euros”). Luego vino la bendición final con un guiño implícito: “Algunas de las mejores persecuciones de autos en las películas, ocurren en esta parte del mundo”.

Temprano, a la mañana siguiente, el grupo estaba ansioso por empezar. Al principio estaba tensa y temblorosa detrás del volante; claro, la frase de Moss sobre Hollywood era linda, pero también evocaba pensamientos sobre Grace Kelly y su fatal accidente con el Rover, que ocurrió a dos horas, justo a las afueras de Mónaco. Pero, además, manejar un auto que vale casi un cuarto de millón de euros requiere toda tu atención: te empuja a mantenerte presente. Comienzo canalizando toda mi energía en un poderoso Lamborghini Huracán EVO convertible, rugiendo “un poquito” alrededor de las curvas inclinadas, subiendo por sinuosos caminos en la ladera de la colina y a lo largo de carreteras con balcones sobre las Gorges du Verdon y el Lago de Ste.-Croix, en un color parecido al azul Tiffany.
Comenzando nuestro recorrido fuera de la ciudad, no hubo introducción: fui lanzada a la “persecución” en pleno escenario de película, ya en plena acción. El terreno estaba cumpliendo su papel.

Los bosques de cedro sombreados parpadeaban con la luz y despedían un fresco aroma a tierra. Los rayos de sol matutinos caían por los barrancos. En los tramos rectos de carreteras de la época romana, el pavimento lucía las sombras encajadas de los plátanos podados. Campo tras campo rebosaban de flores silvestres: amapolas, valeriana rosa, cardos, todos ondeando tras los superdeportivos veloces como fans en un concierto de rock.
De vez en cuando, en la lejanía, el trueno amenazaba, crepitando como vinilo clásico. Me emparejaron con otro viajero solitario y nos turnamos al volante. Cuando no estaba manejando, quedaba hipnotizada por la forma en que las altas velocidades convertían los paisajes en manchas. Escenas pastorales bañadas por el sol se convertían en pinceladas temblorosas de oro y olivo que podrían haber sido pintadas por Cézanne, un nativo de Aix- en-Provence, por donde pronto estaríamos conduciendo.

A lo largo del día nuestra caravana de superdeportivos, todos conectados por radio CB, entró y salió de la famosa Ruta Napoleón, el camino recorrido por el emperador caído (y su pequeño pero leal ejército) después de escapar del exilio en Elba. Disminuyendo la velocidad, avanzamos sigilosamente por el pueblo de Castellane, que data de la época romana y está adornada con las aguas del río Verdon. Se decía que a Napoleón lo recibieron aclamando “¡viva el emperador!”, pero a nosotros, mientras conducíamos, los residentes sólo nos miraban fijamente.
Por la radio CB nuestro conductor principal (y estrella australiana de automovilismo) Dean Herridge, nos recordó que “mantuviéramos la calma y estuviéramos relajados”, lo que me hizo reír a carcajadas: no había absolutamente nada relajado en nuestros siete autos deportivos de alto rendimiento, desfilando junto a fuentes burbujeantes y casas de piedra con persianas de verde pistache. Los autos no estaban hechos para pueblos como Castellane, y mi Lambo (sí, ahora lo consideraba mío) iba tan pegado al suelo que tenía que pasarlo por encima de los topes a la velocidad de una abuelita tambaleante con andadera. Pero no me importaba ir despacio, avanzaba poco a poco para poder mirar dentro de las ventanas con cortinas de las cafeterías, sonreír a los viejitos poco impresionados y soñar con otra vida para mí.

Cada hora, más o menos, nos deteníamos en uno de los pueblos de una sola carretera de la región, lugares que podrías pasar por alto si parpadeas, para cambiar de coche y cargar gasolina, con espressos lo suficientemente fuertes como para merecer sus propias calificaciones de octanaje. Durante estas paradas rápidas, los niños de la escuela jugaban alrededor de los autos, mientras yo sacaba semillas esponjosas y blancas como la nieve de mi cabello y me ponía protector solar en la cara.
Para el segundo día de manejo, era cuestión de capotas abajo y estéreos a todo volumen. Decidí que me gusta más la Provenza cuando se vuelve menos encasillable, cuando saca a relucir su lado más retador: cafés con toldos en Mézel, como salidos de un cuadro de van Gogh, sonando Nicki Minaj; el rojo sangre derramado de un Ferrari 488 Spider que pasa veloz por los campos de Valensole, rayados con hileras de lavanda recién recortada.
Era como si Peter Mayle hubiera escrito el guion para la próxima entrega de la franquicia de Rápidos y Furiosos. Un poco incorrecto y un poco vulgar, pero tremendamente divertido.

El recorrido en auto de dos días por la Provenza fue sólo la primera parte del tour, y mi grupo y yo continuamos el fin de semana en Mónaco, en el deliciosamente ostentoso Gran Premio. Hubo un cambio dramático en la atmósfera. Nuestra nueva base fue un superyate holandés de más de 52 metros, amarrado junto al paddock de la Fórmula 1 en el Quai Antoine que Ultimate Driving Tours había asegurado junto con lugares en la Tribuna O, para vistas de primera fila en la pista. Recordaré este fin de semana de fantasía en fragmentos alucinatorios: autos de carrera tomando la curva de La Rascasse; Martini de espresso derramado, lamido de mis nudillos; una abrupta lluvia de primavera, que retrasó el inicio de la carrera, y el coro de bocinas estridentes de yates que señalaban su fin; el elaborado pastel de bodas que era Montecarlo iluminándose con el azul del crepúsculo de mayo. La sensación de estar, por un momento, en el centro mismo de la cosa más importante e insignificante.
Me sentí realizada y fabulosamente exhausta al final. Después de los largos días de manejo, mis palmas dolían por aferrarme a los volantes de fibra de carbono. Me habían llamado “bestia en la carretera”, lo cual es algo bueno, lo verifiqué dos veces, el tipo de cumplido con el que planeo lucirme durante años. Cuando regresé a casa en Londres, empecé a mirar descaradamente los autos estacionados en las calles de Knightsbridge y Mayfair. Y ahora, cuando no puedo dormir, estoy con mi teléfono en la oscuridad, explorando futuros recorridos. Aún no me considero alguien obsesionada con los autos, pero siempre soñaré con volver a la carretera.