Al Nuevo Mundo vitivinícola siempre le ha costado hacerse conocer, llegar a las masas. Bebedores o abstemios, no hay quien no tenga girando por la cabeza -al menos de nombre- a Champagne, Burdeos o Toscana. Los europeos nos sacan ventaja, claro, por su larguísima trayectoria elaborando vinos.
Probablemente, California sea la excepción a la regla: ha penetrado en los imaginarios populares con sus vinos, su gastronomía, sus paisajes variopintos y despampanantes. Y aunque todas sus latitudes tienen algo para ofrecer, el norte del estado convoca a parejas, solteros sibaritas y amantes de la buena vida en general.
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Napa Valley, sinónimo de vino californiano
Para viajar al norte de California, el aeropuerto internacional más conveniente es el de San Francisco. Allí llegué al mediodía, después de un viaje largo pero ameno desde Buenos Aires, con escala en Miami. El tren que conecta sus terminales me llevó hasta mi auto de alquiler, ridículamente grande para un latinoamericano que viaja solo, pero de tamaño normal para un norteamericano. Bienvenido a los Estados Unidos, supongo.
El camino hacia Napa, el primero de mis destinos, es sencillo y no muy largo. Habrá tomado unas dos horas, contando el tránsito pesado para salir de la ciudad y una muy necesaria parada para comprar algo con cafeína. Siguiendo los carteles, resulta casi innecesario llevar un GPS: la interestatal 80 lleva hasta la ruta 29 de California, ese cartel verde icónico que anuncia el comienzo de un viaje maravilloso.
La ciudad de Napa es pequeña, muy tranquila y bonita. Repleta de cafecitos y restaurantes, vinotecas, tiendas de arte y objetos de segunda mano. Su gente camina despacio, como si no hubiera razón en el mundo para apurarse. Luego me enteré que así se manejan casi todos los californianos. Algo de razón tienen.
Pero mi base en el Valle de Napa no estaba en la ciudad homónima, sino veinte minutos más al norte, en el pueblo donde se plantó la primera vid del condado, Yountville. Dejé el coche en el estacionamiento del hotel y, antes de hacer el check-in, decidí caminar un poco por sus calles. Todo parecía sacado de una película. Detrás de los caminos prolijos, verdes frondosos y floreados llamativos se intercalaban, peleándose por embellecer el paisaje. Las tiendas y restaurantes, en casas bajas refaccionadas, no llamaban la atención, preferían perderse entre la escenografía suburbana. Que la paz no engañe, Yountville es el epicentro del lujo en Napa: en su pequeña extensión alberga hoteles de altísima categoría, restaurantes de renombre mundial y salas de degustación exclusivas.
La caminata me llevó a una de estas últimas. JCB Yountville es el hogar californiano de Jean-Charles Boisset, un viticultor francés que opera veintiocho bodegas por el mundo. Boisset es conocido, entre otras cosas, por sus vinos espumosos. Y qué mejor para celebrar el comienzo de una aventura gastronómica que una copa de burbujas. Bueno… un par de copas. En un espacio que no sabe de minimalismo (el animal print, los terciopelos de colores, cristales y dorados luchan por el protagonismo), JCB ofrece distintas degustaciones de etiquetas propias. Fui por la que incluía algunos Champenoise locales, con uvas de Carneros, y un par de Crémant de Bourgogne.
Ya refrescado por la magia chispeante de las burbujas, tocó ingresar al hotel. Y no a cualquiera. North Block Hotel es una de las joyas de Yountville. Si no me creen a mí, créanle a la Guía Michelin, en su versión hotelera, que los galardonó con dos llaves. El establecimiento cuenta con veinte habitaciones alrededor de un patio común que marida exquisitamente la arquitectura californiana con algunos toques toscanos. La mía, una Premium King, tenía todo lo que uno podría desear y más también: una cama inmensa con infinidad de almohadas, ducha y tina también de considerables tamaños, una chimenea y balcón propio con vistas a la piscina. Dato de color, pero no menor: las batas del North Block son las mejores que he encontrado por el mundo. Y aunque solo disfruté a pleno de mi estadía, el hotel es idílico para visitas en pareja.


Cruzando el patio encontré el restaurante del North Block, que lleva el mismo nombre del hotel. Quienes se hospeden en otro lugar también deberían acercarse a cenar aquí. La cocina de Juan Cabrera homenajea los ingredientes de los valles y costas de California, con combinaciones y técnicas que llevan la firma del chef sin opacar al producto. Las ostras cremosas, el pulpo tiernísimo, las pastas caseras. Todo delicado, fresco, delicioso.
El segundo día comenzó tarde para los horarios californianos, pero a la hora perfecta para un argentino con veinte horas de viaje encima. Con el mate armado en el asiento del acompañante, comenzó el recorrido vitivinícola por el Valle. Primera parada, Cuvaison Winery, en Los Carneros, una de las AVA (Área Vitivinícola Americana) más importantes de Napa. Cualquier prejuicio que uno pueda tener sobre el vino californiano se derriba fácilmente al recorrer la bodega: desde 1969 elaboran etiquetas que resaltan la calidad de sus viñedos y las particularidades de su terroir. La sutileza, la fruta en su punto justo y el balance son el hilo conductor de todas sus líneas. No hay excesos de madera ni robusteces sobreactuadas, como uno podría esperar de la región.

Habiendo paseado por los viñedos y por distintas etiquetas (escupiendo el vino, claro, porque tenía que seguir al volante), partí para Ceja Vineyards, el proyecto de una familia de inmigrantes mexicanos, hijos de peones vitícolas, criados entre hileras de vides, juntando frutas con sus padres. Amelia Morán Ceja, presidenta de la bodega, me recibió como si estuviera en su casa. Sirvió un par de quesos traídos del mercado, las fresas más dulces que probé en mi vida, y sus vinos, de a uno, mientras contaba historias familiares. Pasamos horas hablando -aproveché la interlocutora hispanohablante, sí- y degustando. Los vinos de Ceja me emocionaron más de lo que esperaba: su estilo actual y genuino, su vivacidad, su precisión. Me cuentan que, como buena familia mexicana, les encanta cocinar. Y así piensan sus etiquetas, para acompañar la comida. Ninguna tiene desperdicio pero, para mi sorpresa, el favorito indiscutido fue su tope de gama, un Cabernet Sauvignon jugoso y complejo. Una segunda botella, sin abrir, fue directo a mi valija.

El día terminó en Farm en el Carneros Resort and Spa, con una comida sublime al aire libre. El producto de su propia huerta y otras cercanas es protagonista absoluto del menú, con actuaciones de reparto de productos de mar fresquísimos. La carta de vinos propone un recorrido exhaustivo por los productores vitivinícolas locales, con algunas joyas que sorprenden.
El sol aún no había asomado, pero la tercera y última jornada en Napa ya estaba en marcha. Aún semidormido y vestido quién sabe cómo, llegué a un club de golf para una actividad que me tenía entusiasmado: sobrevolar el valle en un globo aerostático. Napa Valley Balloons nos paseó por más de una hora sobre viñedos, montañas y lagunas, mostrando algunas de las mejores panorámicas de la región.

Por si sobraba la energía, la aventura continuó con una pedaleada por distintos íconos históricos de Napa y un par de visitas a productores pequeños, de estilos variopintos. El cansancio ganó y la tarde entera transcurrió en la piscina del hotel, bajo un sol precioso. La comida de la noche fue a unos pocos metros, en La Calenda, el simpático restaurante mexicano del gran Thomas Keller. Un par de mezcalitas y platos sabrosos fueron la despedida perfecta de mi primer destino.
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Lake County, una gema de perfil bajo
La misma ruta 29 conduce a Lake County, otra región vitivinícola importante de la que -aún siendo sommelier- sabía poco y nada. Qué grave error: en los dos días que allí pasé descubrí el enorme potencial del condado. Producen fruta de excelente calidad que venden a regiones de nombres más conocidos, pero también etiquetas sublimes que no tienen nada que envidiarle a sus vecinos. Brassfield Estate es un gran ejemplo; de sus viñedos con vistas soñadas salen uvas frescas y complejas, con las que producen vinos impecables. Carlos Valadez y su equipo elaboran lo que probablemente sea el mejor Malbec de California. Siendo argentino, no es algo que diga a la ligera.
Otros productores excelentes incluyen a Six Sigma, el proyecto de Kaj y Else Ahlmann, una pareja de jubilados daneses enamorados de la naturaleza agreste de Lake County. El gusto particular de Kaj por la Tempranillo, uva insignia española, lo llevó a plantarla en los suelos volcánicos de su propiedad. El resultado es sublime y comparable a muchos ejemplares del Viejo Mundo. También se destaca Langtry Farms, con una variedad de cepas comendable, vinificadas para mostrar lo mejor de cada una, sin demasiado condimento enológico. Minimalista, limpio, brillante. O Wild Diamond, donde Bruce Regalia experimenta con varietales poco convencionales en la zona: Albariño (como blanco y naranjo), Garnacha, Monastrell y Syrah, además de los clásicos Pinot Noir y Cabernets.


En Lake County pude tachar una actividad de mi lista de pendientes: pilotar un avión. Junto a Frank de Lake Air Adventures partimos en una travesía en las alturas por Clear Lake en avioneta. Cuando las turbulencias acabaron, me dejaron tomar el volante (¿se le dirá así?) y dar unas vueltas por el aire.
Lake County es un condado pequeño, así que las opciones para hospedarse no son tantas, pero sí muy buenas. Para quienes disfruten de la naturaleza, Huttopia Wine Country es una gran alternativa. Tiendas de glamping con todas las comodidades, piscina, un pequeño restaurante y decenas de kilómetros de senderos para caminar o andar en bicicleta. Para los menos aventureros, The Tallman Hotel es una casa histórica de 1895 que Bernie y Lynne Butcher transformaron en un emprendimiento de hospitalidad cómodo y pintoresco.

Mendocino, el lujo de la sutileza
El viaje continuó con Anderson Valley, en el condado de Mendocino, una de las regiones vitivinícolas más excitantes de California. Llegar no fue fácil, los caminos de montaña presentaban, además de escenografías gloriosas, una curva cerrada tras otra, sin dar descanso. Para quienes disfrutamos de conducir, divertidísimo; quienes lo padecen, tómenselo con calma.
The Inn at Newport Ranch: un mágico hotel en Mendocino, California
El Valle, enmarcado por bosques verdes frondosos, me recibió de la mejor manera: con vinos y quesos. En Pennyroyal crían sus propias vacas y ovejas, además de viñedos perfectos. La experiencia de degustación es lúdica y deliciosa. Cada vino de la casa se acompaña de un queso -o viceversa-, en maridajes impecables que sacan lo mejor de cada elemento. Sauvignon Blanc, Pinot Gris y Noir, alguna burbuja. El frío de Anderson Valley crea vinos diferentes a cualquier otra región californiana.

A apenas pasos de la granja se encuentra Foursight, una bodega familiar con campos de lavandas. Además de un vin gris de Pinot muy elegante, me sorprendió descubrir la cantidad de variedades de la famosa flor violácea que existen.
Me hospedé en The Madrones, la creación de Jim Roberts y Brian Adkinson, en lo que solía ser su propio hogar. Las habitaciones llevan el nombre de los espacios originales (la sala de estar, la cocina, el cuarto principal) y, aunque fueron rediseñados con un gusto impecable, la sensación hogareña sigue bien presente. La pareja también es propietaria de Sugar Hill Farm, una finca productora de cannabis, otro de los productos insignia de California. Como sucede con el vino, cultivan distintos varietales de la planta, creando productos exclusivos para un nicho muy especializado.

Al día siguiente partí para Roederer Estate, el proyecto americano de la famosa familia champañesa. Como fanático de Champagne, las expectativas estaban altas. No hubo decepción. De la mano de Arnaud Wryrich, recorrí los viñedos y probé todas sus etiquetas para llegar a una conclusión sorprendente: Anderson Valley no tiene nada que envidiarle a su par europeo.

El apetito del mediodía fue calmado a lo grande en Jumbo’s Win Win, un puestito sobre la ruta, abierto meses atrás por el famoso bartender Scott Baird. Hamburguesas, papas fritas y otras exquisiteces sencillas, utilizando productos locales de primera calidad, a precios realmente amigables. Un sándwich de tomate casi me saca un lagrimón. Parada obligada.
Seguí visitando productores. Lichen Estate, una bodega especializada en Pinot Noir donde probé una solera (mezcla de distintas añadas consecutivas) muy interesante; Toulouse Vineyards, con vinos de estilo alsaciano deliciosos; y Boonville Barn Collective, una cooperativa productora de chiles y ajíes, que rescata variedades olvidadas. Los venden en polvo o enteros, desecados. De cualquier manera, joyitas soñadas para cualquier amante de la cocina.

La cena estuvo a cargo del Boonville Hotel, uno de los establecimientos más tradicionales de la zona, donde solía cocinar Sally Schmitt, prócer gastronómica de California. Tuve suerte y caí en un día de paella. Acompañada de una copa de Brut local, la velada perfecta.
El segundo día en Mendocino me llevó a la costa, a través de un bosque mágico de secuoyas centenarias que parecían llegar hasta el cielo. Curva que va, curva que viene y, de repente, el Pacífico. En la ciudad que lleva el nombre del condado comí unas tortitas de cangrejo recién pescado, a metros de Trillium Café, donde las servían. También visité Mendocino Flora Design, un campo de dalias de todos los colores imaginables, con alguna otra especie igual de vistosa que se colaba entre las hileras. Como no todo es comer y beber, pasé unas horas caminando por el Parque Nacional Russian Gulch, viendo los accidentes geográficos costeros más impresionantes, con el viento salado golpeándome la cara.

Pero el viaje continuaba aún más al norte, hacia The Inn at Newport Ranch. Sin GPS, probablemente lo hubiera pasado por alto. El hotel se esconde en una finca de casi 900 hectáreas, con campos de pastoreo, kilómetros de costa y un bosque gigante, donde se conservan especies nativas. Una de las experiencias más interesantes para hacer en la propiedad es un recorrido en todoterreno -con picnic incluído- para descubrir sus mejores rincones. Es difícil elegir un favorito.
Mi habitación era la Groove Suite. Y decirle habitación es un poco ofensivo porque, por dimensiones y comodidad, se asemeja más a una mansión. Dos habitaciones, cocina completa, y un estar bien amplio, con sillones que dan a la pequeña chimenea. Afuera, el deck de madera tiene vistas al Océano Pacífico y un jacuzzi desde donde ver el atardecer caer. ¿La propuesta gastronómica del hotel? Un banquete opíparo. Me esperaron cinco pasos donde ingredientes locales brillaban sin modificaciones excesivas, con algunos destellos de técnica japonesa. El premio se lo llevó una crème brûlée de candy cap, un hongo salvaje con gusto a caramelo especiado. Una delicia.
The Inn at Newport Ranch: un mágico hotel en Mendocino, California

Ya era hora de retornar, el vuelo de vuelta estaba cada vez más cerca. Aún tomando otro camino, las curvas sinuosas dijeron presente durante buena parte del camino. Podría haber seguido hasta San Francisco de un tirón, pero decidí pasar la noche en Hopland, hospedado en el Thatcher Hotel, una propiedad de 1890 restaurada con gusto exquisito. Piscina, habitaciones cómodas y un gran bar; todo lo necesario para reponer energías y seguir andando al día siguiente.
Ya en medio del caos citadino, del tráfico y los gritos, se extraña el silencio de las hileras estoicas, el silbido del viento marítimo, la paz de los bosques sin final. Aún hoy, meses después, cierro los ojos y me transporto. El norte de California no sólo queda grabado en los sentidos, también en el corazón.