Tucumán, una escapada con amigas tierra adentro
Vista al valle desde el Cerro Muñoz, en Tafí del Valle. Créditos: Gloria Montanaro.

¿Por qué Tucumán? Hay veces que los destinos se eligen por azar. En una conversación paralela que ya lleva tres años activa en Whatsapp alguna de nosotras -las cinco amigas que todavía vivimos en Argentina- sugirió Tucumán. “Recorramos el país catando empanadas”, agregó Agus, un poco en broma y otro poco con el sabor que nos quedó de nuestro último viaje a Salta. La iniciativa no nos disgustó, y acá estamos, avanzando por la ruta 38 desde el aeropuerto Benjamín Matienzo, en San Miguel de Tucumán, hacia Tafí del Valle, un enclave rodeado de altas montañas en los Valles Calchaquíes, en el noroeste de Argentina.

Cuando Iri, mi copiloto, abrió Waze, la app señalaba dos horas y quince minutos de tiempo de recorrido hasta Tafí; mientras que Sole, con Google Maps, refería apenas una hora cuarenta y cinco minutos. El mapa parecía idéntico y no fue hasta el regreso que descubrimos que Waze nos había mandado por un tramo de ruta vieja, con baches y sin líneas sobre el asfalto que la hacía más larga, mientras que Maps había incorporado la nueva opción, señalizada y bien transitada.

Día 1. Camino de yungas hacia Tafí del Valle

Al inicio, la ruta 38 avanza en línea recta hacia un cordón montañoso que se impone como telón de fondo. Estamos a finales de septiembre y el verde del horizonte no es todavía tan vivo como el de la época de lluvia; o el que encontraremos unos kilómetros más adelante, ya adentradas en la ruta 307, cuando empezamos a ascender en zig-zag a través de las yungas.

Tafí del Valle está a 2.000 msnm, mientras que San Miguel está a tan solo 400 msnm, por lo que el ascenso se da por un camino sinuoso de curvas y contracurvas, buses oscilantes y animales sueltos que disparan la adrenalina y el mareo de mis amigas en el asiento trasero. Ponemos una pausa al vaivén cuando nos detenemos en el mirador de la Reserva de Los Sosa. El río es un hilito con poco caudal de agua, pero los helechos gigantes y los árboles forrados en claveles del aire son una bocanada de aire fresco. Camino arriba pasamos por el parador El Indio y por un santuario de la Difunta Correa, una santa popular, sin detenernos.

Cuando la vegetación tupida comenzó a abrirse y las orillas de la carretera empezaron a ser disputadas por los puestos de artesanías, adivinamos la proximidad al Dique La Angostura, un lago artificial donde se puede practicar kayak (de preferencia por la mañana, a partir del mediodía el viento sopla muy fuerte) y que sirve como vistosa antesala a Tafí del Valle.

El primer alto al llegar a la ciudad lo hacemos en Flor de Saúco, una casa de té fundada hace 18 años que sorprende por su variedad de tortas y una gran terraza de cara al valle. Es una parada ideal para recargar energías después de un vuelo excesivamente tempranero que nos despertó a las 4 am.  

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Vista desde el cerro Pelao hacia Estancia Las Carreras. Foto: Gloria Montanaro.

Después de un brunch con un estelar croissant de bondiola, queso y rúcula, seguimos camino hasta la Estancia Jesuítica Las Carreras, un hospedaje de 10 habitaciones con producción agrícola y pionera en turismo rural en la zona, donde nos quedamos dos noches. El guía de la estancia, Juan Moreno, o Moreno a secas, nos da la bienvenida con un vino, una picada de quesos —el famoso Queso M, suave, semimaduro, de receta jesuita— y empanadas.

La estancia es reconocida como una de las más antiguas de la región y se estima que sus construcciones principales datan de 1730, cuando los jesuitas, enamorados del verdor de este valle, la utilizaban como puesto de producción agrícola, de cría de animales y elaboración de queso. Cuando los jesuitas fueron expulsados en 1767, la propiedad pasó a manos de la Junta de Temporalidades y luego fue rematada por la Corona de España. En 1779 la adquirió Julián Ruiz de Huidobro; después entró en la familia Silva, luego en los Frías, hasta llegar a las manos de Inés Frías Silva, novena generación que hoy administra tanto la estancia como su propuesta turística.

Muchas de las áreas del casco, que ha sido declarado Monumento Histórico Nacional en 1978, como el museo, el bar, la habitación 10 y el living-comedor aún mantienen su estructura original de paredes de adobe gruesas, vigas de quebracho y techos con caña.

Después de una caminata a paso lento por los potreros de la estancia, nos preparamos para visitar el tambo, donde nos espera Moreno. “Acá tenemos 200 vacas, entre raza Holando y Jersey —nos explica mientras nos guía entre los animales—. Antes eran criollas, pero las Jersey se adaptan mejor al clima. Se ordeñan dos veces al día, y obtenemos unos doce litros por vaca. La leche se pasteuriza acá mismo y va directo por tuberías de acero inoxidable a la fábrica. El proceso se industrializó hace 30 años; antes todo se hacía a mano”.

Mientras caminamos por el tambo, Juan agrega algo que nos deja fascinadas: “Cuando los jesuitas llegaron al valle, trajeron la técnica del queso manchego, que en España se hacía con leche de oveja. Como aquí no había ovejas, empezaron a elaborarlo con vaca. Por eso el queso Manchego de Tafí tiene su propio sello. Hoy hacemos el clásico manchego puro —sal apenas— y otros sabores, con ajo, cebolla o hierbas”.

Luego nos lleva a recorrer la fábrica de quesos. Vemos las cubas, los moldes de acero inoxidable, los quesos en reposo sobre estantes de madera. “Se lavan, se cepillan, se dejan madurar. Cada pieza tiene su tiempo; es la paciencia la que define el sabor”.

El trato de todos en Las Carreras es manso, calmo, amable. Las paredes blancas del casco resaltan en el paisaje. Ayudan a la pausa, al descanso, a la desconexión que veníamos buscando. Por la noche cenamos dos platos que destacan de la carta del restaurante (al que se puede venir a comer aunque no te hospedes): el Saltimboca, un lomo relleno con Queso M sobre puré de zapallo, y el Manzano, un carré de cerdo acompañado por gajos de manzana glaseados en miel de caña. Ambos rescatan la memoria del lugar y la transforman en algo actual.

Día 2. Cascada de Los Alisos y cabalgata por El Pelao

El desayuno se luce con panes y pastelería casera, ensalada de frutas y una mermelada de tomate que nos obliga a repetir. Apenas terminado partimos hacia las laderas del Cerro Muñoz, en el límite entre los parajes Las Carreras y El Rincón, para ascender caminando hacia la Cascada de Los Alisos, que cae desde unos 2.400 msnm. Si bien desde la estancia organizan caminatas guiadas, nosotras elegimos hacerla por nuestra cuenta, para subir a nuestro ritmo, mate en mano y charlas al vuelo.

El sendero que bordea el río Los Alisos está rodeado de monte de altura, queñoas y vegetación típica andina. La única indicación que recibimos al llegar fue: elijan siempre los senderos que van hacia la derecha, no bajen al río, cuanto más se alejen de él mejor. Una vez en marcha entendimos que no habría señalizaciones ni trazos marcados. Nos mantuvimos lo más a la derecha posible, hasta que creímos haber llegado a destino y descendimos hacia lo que luego nos dijeron es la base de la cascada: un pequeño salto de agua helada que sirvió para hacer una pausa, y refrescar pies y cabeza antes de comenzar el descenso. El salto de agua mayor, que llevaba una hora más de ascenso, mide casi 60 metros de altura.

Al regresar a la estancia nos espera el chef Luis García con un riquísimo Elluki, un plato a base de queso criollo asado relleno de tomate y albahaca, acompañado de vegetales salteados. Rematamos con un trío de postres ineludibles: ambrosía, receta de siete generaciones a base de leche, yemas y azúcar; flan de leche condensada con dulce de leche casero; y merengue, también sobre dulce de leche. Un shot de calorías que no necesitan justificación sino aplausos.

La siesta es inevitable. Nos despertamos más tarde de lo esperado, pero a tiempo para hacer una breve cabalgata al atardecer por las laderas del Cerro Pelao. Las crines y nuestros pelos bailan en el aire, arrebatados por el calor del viento zonda. De a ratos la tierra se eleva en remolinos y pinta con polvo este paisaje bucólico.  

Es viernes, y elegimos bajar a cenar a Tafí del Valle para encontrar movimiento. En el afán de escuchar un poco de folklore, pedimos recomendaciones y nos sugieren Estancia Los Santiagueños, donde hay música en vivo. Compartimos un asado de tira y bife de chorizo, y de postre, unos exquisitos higos en almíbar regionales y budín de pan. Volvemos y la noche nos encuentra en pijama y sobre la cama, con charlas extendidas por horas que no se interrumpen hasta que el cansancio las vence.

Día 3. Del valle a la capital, San Miguel de Tucumán

Camino de regreso a San Miguel de Tucumán hacemos una parada en Tafí del Valle para comprar alfajores, higos y artesanías en la Casa Regional La Picada. También unas empanadas muy dignas en el Patio de las Empanada, que finalmente almorzamos en plan picnic a la orilla del Dique La Angostura.

Al llegar a la capital para pasar la última tarde-noche juntas, caminamos por Plaza Independencia, conocemos la Estatua de la Libertad, de la célebre Lola Mora; recorremos la Catedral de Nuestra Señora de la Reencarnación; e ingresamos a la Casa Histórica de Tucumán, donde se firmó la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1816.

Pienso en los acuerdos y conciliaciones necesarias para que se llevara a cabo esa gesta. Y no puedo evitar enlazarlo con nuestra historia: lo que atravesamos juntas, lo que nos distanció y volvió a unir. Al final, también nosotras fundamos nuestra propia patria interior.

Mientras esperamos que la noche caiga para entrar a un espectáculo muy emotivo de luces y sonido que narra los acontecimientos históricos, nos sentamos en Gastón, un bar notable a pasos de allí que está abierto desde 1969 y que nos deja con ganas de volver a visitar la ciudad solo por comer sus triples de berenjena, huevo y morrón.

En una de sus pausas reflexivas, extradiegéticas y disruptivas, Sofi pregunta qué lugar ocupa la religión en nuestras vidas. Nos conocimos en un grupo misionero católico pero hoy ninguna es practicante; la mayoría, flexi-creyentes. Desde aquellas épocas recorrimos caminos muy diferentes, algunos opuestos entre sí, pero ella rescata el valor de esa vivencia compartida, ese hito constitutivo en nuestras vidas. Algunas reniegan de ese pasado común, por eso vuelve a indagar: ¿Acaso hubiese sido posible llegar a este presente sin transitar ese camino?

Durante el regreso a la capital, por una distracción de Iri, seguí lo que indicaban los carteles de la ruta en vez de lo que señalaba la aplicación y tomé el desvío nuevo. Por allí transitaban más autos, avanzábamos sin miedo a los baches y aprendimos a reconocer plantaciones de caña de azúcar en el paisaje. Al cabo de unos kilómetros retomamos la ruta 307, en el punto en el que se unían, para llegar a la misma San Miguel de Tucumán.

Al final, respondo, lo trascendental para llegar a bueno destino no es la elección de la ruta sino de los compañeros de viaje.