
La palabra alemana Gemütlichkeit significa cordialidad, calidez y comodidad—básicamente hygge, pero con un toque adicional de hospitalidad. En Eriro, una nueva cabaña ubicada en lo alto del Tirol austríaco, el objeto que mejor encarna esa palabra es el par de gruesos calcetines de lana tejidos a mano que se entrega a cada huésped al llegar. Se supone que deben usarse mientras se camina por el lugar. “Estén como en casa”, nos dijo el gerente general Henning Schaub a mi esposo y a mí poco después de nuestra llegada.
Y qué casa es. Aunque el exterior de Eriro es el de un clásico chalet alpino, el interior es bellamente moderno. Todo está enmarcado por madera cálida, incluidas las enormes ventanas y balcones de las nueve habitaciones. Las llaves de agua talladas a mano, también de madera, parecen ramas de árbol. Los bancos en forma de huevo del comedor, tallados a partir de raíces de árboles, son a la vez escultóricos y acogedores.

Inaugurado en agosto, Eriro es un proyecto hecho con amor por tres familias que crecieron juntas en el pueblo cercano de Ehrwald. El nombre proviene de una palabra en alto alemán antiguo que significa «origen», lo que refleja el respeto de los anfitriones por las tradiciones regionales, el delicado ecosistema alpino y su generosidad. Casi todos los materiales utilizados para construir la cabaña se obtuvieron localmente: pino cosechado de manera sostenible en los bosques cercanos, lana esquilada de las ovejas que pastan en los prados de los alrededores, piedra de canteras vecinas.
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Cocina local
Para proteger esta reserva natural, las autoridades locales prohíben nuevas construcciones—la edificación de Eriro fue posible solo porque en el sitio había una antigua posada abandonada. Los artesanos la desmantelaron, y recuperaron la madera de la estructura original para revestir los techos de la nueva.
Esa filosofía continúa en el restaurante. Casi todos los ingredientes se obtienen dentro de un radio de 30 millas. Las tres excepciones, según me dijeron, eran el café, la Coca-Cola y algo de vino (aunque la mayoría es austriaco). En lugar de jugo de naranja, nos ofrecieron de manzana o de membrillo. Muchos quesos se producen en casa. Incluso mi gin tonic se preparó con ginebra local, adornado con grosellas rojas recolectadas a mano.
Pedí una visita a la despensa, y los chefs accedieron encantados. En el sótano, estanterías ordenadas albergaban más de 15 mil frascos de vidrio: mermeladas, paté hecho con carne de cerdo alpino negro y muchos vinagres—algunos aromatizados con grosellas blancas, otros con brotes de abeto o lavanda. Vi botellas etiquetadas como jarabe de jengibre y pensé que había encontrado otra excepción, ya que el jengibre normalmente crece en climas tropicales. Uno de los chefs sonrió y dijo que un agricultor local había aprendido a cultivarlo, solo para Eriro. Otro frasco contenía lo que parecían alcaparras, que provienen de una planta mediterránea; en realidad eran capullos de flor de saúco encurtidos.

Eso no quiere decir que la cocina esté limitada a platos austriacos. La chuleta de cerdo que pedí venía acompañada de una “salsa XO” con toda la intensidad umami de la versión cantonesa original, pero hecha con calabaza carbonizada y ahumada, en lugar de vieiras secas. En otra cena, la estrella de un menú degustación de siete tiempos fue una pequeña cebolla estofada en cerveza negra y servida con bechamel. Fue increíblemente ingeniosa y deliciosísima.
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Un refugio de bienestar en la naturaleza
Encontré la misma atención al detalle en el spa. Mi masajista, Andrea Memmersheim, utilizó un aceite infusionado con Johanniskraut—hierba de San Juan—que ella misma había recolectado. Otro día, me llevó a hacer una caminata por un prado de suave pendiente que, en invierno, se convierte en pista de esquí. Al llegar a un arroyo que cruzaba nuestro camino, me invitó a meterme en el agua, cerrar los ojos, inhalar el aire fresco y escuchar el murmullo. “Esto es la naturaleza”, dijo. “Cada día cambia. Cada día, la forma en que caminas por este agua cambia”.
Esa tarde fui al taller de manualidades, donde los huéspedes están invitados a pintar, dibujar o tallar madera. Schaub había pedido a un carpintero local, Christoph Gundolf, que fuera mi maestro. Gundolf es conocido por las máscaras monstruosas que crea para la Krampusnacht, un festival celebrado antes del Día de San Nicolás, cuando un demonio llamado Krampus emerge para castigar a los niños que se portaron mal.
Mi tarea fue mucho menos aterradora: tallar la flor de edelweiss, flor nacional de Austria, en madera de pino. Gundolf demostró cómo usar un formón para raspar suavemente virutas de pino y formar los pétalos. Pensé que la mía se veía bastante bien, pero cuando le mostré mi obra a mi esposo, dijo: “¿Eso es un hongo?”
Somos excursionistas entusiastas y esperábamos adentrarnos más en las montañas. Pero el clima había sido impredecible. Aunque era principios de otoño, una nevada inesperada obligó a los granjeros a bajar a sus vacas a zonas más bajas. En lugar de prados verdes, el albergue estaba rodeado por un manto blanco. Durante dos días, la niebla se deslizó rápidamente por las montañas, las sombras cambiantes y la luz como una fotografía de Ansel Adams cobrando vida.
Sin embargo, en nuestra última mañana, el sol finalmente salió, derritiendo la nieve fuera de temporada. Nos pusimos las botas de senderismo y subimos desde Eriro hacia el bosque. Una hora después, llegamos a un valle con un lago resplandeciente, el Seebensee, en su centro. El aire era tranquilo, la superficie del lago casi inmóvil. Bajo el sol, parecía como si un gigante hubiera dejado caer un espejo en el fondo del valle para que las montañas pudieran contemplar su propia belleza.
Cuando regresamos al albergue, me quité las botas, tomé mis calcetines de lana y me instalé frente al fuego que ardía en la sala de estar. Solo una palabra vino a mi mente: Gemütlichkeit.