París 2024, un híbrido entre deporte y patrimonio
Juan Serrano Corbella

Aquel domingo en el que París perdió su intimidad, la mañana derrochaba primavera. Nadie quería perderse la ocasión y los Campos Elíseos, cortados al tráfico rodado y tomados por hordas de curiosos, lucían ajenos a su glamour, como si no fueran aquella avenida a la que todas las avenidas del mundo se quisieran parecer. A lo lejos, el sol doraba el Arco de Triunfo, por encima del hombro de la ciudad. De pronto, la multitud se encendió. Ahí descendía el pelotón de corredores, como antaño lo hicieran exhaustas las tropas de Napoleón bajo una lluvia de vítores.

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Juan Serrano Corbella

Era el día en que tenía lugar el Maratón de París, con el que la ciudad detenía su latido. Esto lo supe después, como también supe que se trataba del segundo más importante del mundo, detrás del de Nueva York, y que había reunido a 55.000 atletas de 145 nacionalidades distintas. Todos sobre el asfalto, como una apisonadora humana, desafiando los mismos adoquines bajo los cuales se soñaba la playa en el Mayo del 68.

Fue entonces cuando caí en la cuenta: hay un idilio confeso entre el deporte y la capital francesa, como bien mostraba este pequeño anticipo al que será, en estos días, el gran acontecimiento mundial: la celebración de los Juegos Olímpicos, que desde el 26 de julio hasta el 8 de septiembre, convertirán a París, más que nunca, en una fiesta. “Un evento de dimensión histórica”, como ha definido Olivia Grégoire, la Ministra francesa de Pequeñas y Medianas Empresas, Comercio, Artesanía y Turismo. “Estamos ante una oportunidad única de rendir homenaje al país, su historia, su patrimonio y su cultura”.

Puede sonar algo pomposo, pero, según desciendo hacia la Plaza de la Concordia, disipada ya la muchedumbre, constato que la transformación de la ciudad trasciende lo meramente deportivo. Concretamente este enclave, sangriento escenario de aquel invento atroz de la guillotina con la que fueron ejecutados Luis XVI, Maria Antonieta y Robespierre, no sólo se ha acondicionado para acoger pruebas de baloncesto o skateboarding, sino también para celebrar conciertos, ceremonias y performances.

No es la primera vez que París protagoniza esta gesta. Ya lo hizo en 1900, cuando las Olimpiadas formaron parte de la Exposición Universal (fue, por cierto, cuando se empezó a permitir la participación femenina), y más tarde, en 1924, hace la friolera de un siglo. Y aunque en esta edición se pretende que sean los Juegos de toda Francia (las pruebas se extienden a Burdeos, Nantes, Lion, Saint-Etienne, Niza, Marsella… y hasta la Polinesia), está claro que París se lleva todos los honores. Ninguna otra ciudad podría enarbolar mejor la antorcha del savoir fare.

Dispuesta siempre a alumbrar esa moda que, diría Jean Paul Gaultier, consiste en seguir los instintos y no las reglas, la ciudad de la luz irrumpe con un modelo inédito de Juegos Olímpicos: un híbrido entre deporte y patrimonio, que acerca las competiciones a los más icónicos rincones. Así, se podrá asistir a un partido de vóley playa a los pies de la Torre Eiffel o contemplar una prueba de tiro con arco en la Explanada de los Inválidos o disfrutar de taekwondo en el histórico Grand Palais o animar a los contrincantes de judo en el Campo de Marte. Hasta el Palacio de Versalles, a 40 minutos en tren desde el mismo centro, será la fastuosa sede que acogerá las competiciones de hípica.

París siempre será París

Visitar la ciudad en estos meses es empaparse del espíritu deportivo. Pero París siempre será París, pienso mientras deambulo por los Jardines de la Tullerías con los parterres rebosantes de flores, y poco después, cuando bajo los arcos del Pavillon de l’Horloge aparece majestuosa la Gran Pirámide del Louvre. Puede que se haya visto mil veces, pero nunca deja de impactar, como tampoco lo hace la visión del opulento Palais Garnier que inspiró El fantasma de la ópera.

Poco después, desde un café cualquiera de la Rue Montorgueil, aparece ante mis ojos otro París que abandona la grandiosidad para destilar bullicio popular. Esta calle, inmortalizada por Honoré de Balzac en La comedia humana, sigue siendo lo que otro escritor, Émile Zola, definió como “el vientre de la ciudad”: una animada concentración de tiendas de productos frescos, que se alternan con restaurantes con terraza en los que los atiborrarse a ostras y caracoles. Nada extraña que aquí descansara el mayor mercado del país durante casi nueve siglos.

“Es que París tiene esa capacidad de mantener su esencia bohemia a pesar de la popularidad”, advierte Charlotte Gómez de Orozco, fundadora de Hoy, un hotel con un concepto innovador emplazado cerca de Montmatre, el barrio de los artistas. “Nuestra filosofía es cultivar el momento presente y por eso ponemos el foco en el yoga, la alimentación saludable y los tratamientos holísticos”, explica esta joven de origen mexicano, orgullosa de sus raíces esotéricas. Habitaciones sin televisión (pero con barra de bailarina y colchonetas para meditar), un restaurante de comida vegetariana, terapias de medicina alternativa y un gigantesco estudio en el que se imparte yoga durante siete horas al día distinguen a este alojamiento que recibe al visitante con esa cosa tan parisina de las flores “porque es la mejor forma de cubrirse de calma”

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Montmartre / Juan Serrano Corbella
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Juan Serrano Corbella

A pocos pasos, es cierto, hierve el ajetreo turístico junto a la Basílica del Sacré-Coeur, por lo que opto por perderme por empinadas callejuelas entre fachadas cubiertas de hiedra, justo donde Degas, Renoir y Toulouse-Lautrec pasaron largas temporadas. Aquí siguen los artistas, en la Place du Tetre, pintando al aire libre. Como Mata, una de las pocas mujeres, que lleva 40 años reproduciendo escenas de la ciudad con óleo y estilográfica. “Ahora cada pintor tiene un número que le garantiza su espacio, pero antes había que ser una guerrera para hacerse hueco en este mundo de hombres”, me cuenta, no sin cierta añoranza de cuando esta plaza conservaba el aire de pueblo.

Esa misma nostalgia parece descender colina abajo hacia Pigalle, el que fuera el centro de los cabarés en el siglo XVIII. Hoy, impertérrito a dos guerras mundiales, un incendio y varias crisis económicas, se mantiene el Moulin Rouge cargado de anécdotas, como la de aquel revuelo que, en 1907, provocó el beso de Colette a otra mujer en pleno escenario. También de la Belle Époque queda Maison Souquet, un antiguo burdel reconvertido en hotel-boutique con un bar donde hacen cócteles deliciosos que llevan el nombre de cortesanas. “Algunas antiguas, como Leila, que fue una bailarina de cancán y otras actuales como Dita Von Teese”, explica Sebastien, camarero de este salón en el que las paredes forradas de terciopelo rojo, las lámparas de flecos y la música de Edith Piaf me llevan, como en un carrusel, hacia otra época lejana. Justo para después, dar un salto en el tiempo, y verme de pronto bailando sobre los raíles de Le Hasard Ludique, una antigua estación de tren que, muy al estilo de Berlín, se ha reciclado en un espacio multiusos para lo que definen como “cultura espontánea”. Es el París alternativo, en el que lo mismo se puede asistir a un concierto como tomar cerveza en una cantina o comprar artesanía en un mercadillo.

Qué visitar en París (más allá de las rutas turísticas)

Alejarse de las rutas turísticas me permite escapar del ajetreo que tiene lugar en estos días. Y no hay rincón mejor para ello que el Canal de San Martín, con sus puentes de hierro, sus esclusas y sus orillas flanqueadas de castaños en las que se respira una calma balsámica. En torno a sus aguas hay tiendas de moda interesantes, como la que ocupa las tres coloridas fachadas de Antoine & Lili. Y también algún café con encanto como Chez Prune, donde me detengo a saborear un verre du vin para entregarme a algo tan propio de esta ciudad como es el arte de contemplar la vida. Para ello están diseñadas las terrazas de cara a la calle y con las mesas tan juntas que se puede cotillear al vecino.

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Canal de San Martín / Juan Serrano Corbella

Pero hay que volver al París de siempre. Hay que volver al Sena. Es ahí donde se debe practicar ese otro arte de deambular sin rumbo al que Baudelaire llamó la flânerie. De eso sabía mucho Horacio Oliveira, el mejor flâneur que ha dado la literatura, lo cual viene al caso porque se cumplen 30 años de la muerte de Cortázar. Con los pasajes de Rayuela en la memoria (“andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”) me dirijo hacia el río más romántico de Europa a través del Marais, el barrio con miles de rostros: medieval, judío, gay… e incluso hipster, pues la maquinaria de la gentrificación también ha hecho de las suyas. El resultado es un lugar que aúna con naturalidad la monumentalidad histórica con el postureo moderno. 

Así, en el paseo me cruzo con la virguería renacentista del Hotel de Ville, en estos días engalanado con motivos olímpicos, como lo está, más al oeste, el edificio de La Bolsa, al que le han colocado gigantescas esculturas de color butano que representan a exitosos deportistas: Kylian Mbappé, Lebron James, Sha’Carri Richardson y Alèxia Putellas. Pero también me cruzo con lo que llaman casas à colombage (con entramado de madera) y con bucólicas plazas con jardines como Des Vosges. Y entrelazados en este tejido, museos como el de Víctor Hugo o Picasso, puestos donde comer shawarmas, clubes con el sello.

LGBTIQ+, galerías de arte, tiendas de ropa vintage… Hasta que llego a Ogata y entonces todo se vuelve impredecible. De pronto me veo en una auténtica inmersión en la cultura japonesa a través de los sentidos. 

Ogata es el proyecto de Shinichiro Ogata, arquitecto y diseñador nipón, empeñado en acercar a París la sensibilidad de su cultura. Por eso Ogata es arte, estética y gastronomía japonesa. Por eso es silencio, serenidad, geometría, delicadeza. Lo que acontece al atravesar el umbral de esta mansión del siglo XVII es una experiencia ceremoniosa, ya sea en el atelier de artesanía o en la galería de arte donde en este momento se exhibe la obra de Susumu Shingu, el artista cinético de las esculturas móviles activadas por el viento y el agua. “Todo aquí está concebido para mejorar la vida, estética y espiritualmente, a través de la emotividad cotidiana”, me explica Marie-Aska Gauthier, gerente de este espacio, antes de presentarme el apartado culinario: un sofisticado restaurante en el que deleitarse con una interpretación contemporánea de la cocina familiar, y un salón de té que por la noche se convierte en un cóctel-bar especializado en whisky japonés, al que se acompaña con otoshi (equivalente a las tapas japonesas). Es este, más ligero e informal, el que me convence para atreverme con un sake y con algunas delicias como los espárragos con yuzu y aceite de oliva.

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La pintora Evelyn Mata, en la Place du Tetre / Juan Serrano Corbella

El Sena, cuyos muelles están inscritos en la lista del patrimonio mundial de la Unesco, es el corazón geográfico y espiritual de París. Esta arteria fluvial que atraviesa y divide la ciudad, y que ha sido un manantial para el arte en todos sus formatos, tiene ahora otro cometido: servir de escenario a la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos (la primera vez en la historia que se celebra fuera de un estadio). Un espectáculo que se extenderá a lo largo de seis kilómetros y que permitirá la participación de cientos de miles de espectadores.

Imaginando tal algarabía, decido recorrerlo hoy, todavía amable y silencioso. También decido colarme en sus islas, St-Louis y la de la Cité, esta última inmersa en la reconstrucción de Notre Dame tras el devastador incendio de 2019. Tendré que conformarme con verla cubierta de andamios, aunque a pocos pasos, por suerte, siempre quedará el encantador mercado de flores Reine Elizabeth II y la idílica estampa del Pont Neuf que, pese a su nombre, es el más antiguo de París.

Y así me va atravesando la ciudad desde su espejo líquido. Con los bulevares arbolados de Haussmann, flanqueados de mansiones señoriales y palacios armoniosos. Con las brasseries ancladas a tiempos remotos y los neobistrós de cocina experimental. Con las panaderías que desprenden aroma a croissant recién horneado. Y así llego al puente Alexandre III, desde donde el Sena nunca fue tan bonito, y continúo por la Quai d’Orsay hasta de pronto darme de bruces con la gran dama de hierro. 

Cae la tarde y un hormigueo aguarda para subir a contemplar la ciudad bajo sus luces parpadeantes. Los más afortunados (de suerte y de fortuna) cenarán en algunos de sus restaurantes, el célebre Le Jules Verne del chef Fréderic Anton, que tiene una estrella Michelin, y Madame Brasserie, comadado por Thierry Marx. O simplemente brindarán en la Champanería de la última planta con las burbujas a trasluz de los tejados. Y sumarán selfies desde todos los ángulos para que éste siga siendo el monumento más instagrameado del mundo, como ha confirmado un reciente estudio. Porque París puede ser muchas cosas, es cierto, hasta olímpica en estos días. Pero nadie negará que París es sobre todo la torre Eiffel despuntando orgullosa hacia el cielo.

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Juan Serrano Corbella