La relación entre Eduardo Mendoza y Barcelona ha sido, desde sus primeros libros, una historia de amor tan compleja como apasionante. Nacido en la ciudad en 1943 y galardonado este año con el Premio Princesa de Asturias de las Letras, ha convertido a la capital catalana en algo más que un escenario. Es un personaje vivo que evoluciona, sufre, se transforma y observa a sus habitantes con ironía y ternura.
Barcelona, en su obra, es un espejo de las contradicciones españolas, una ciudad que pasa de la decadencia al cosmopolitismo, de lo castizo a lo universal.
El Raval y la Barcelona más marginal
Uno de los escenarios de La verdad sobre el caso Savolta (1975), la novela que lo consagró, es el Raval, el barrio obrero que, a principios del siglo XX, se conocía como el “Barrio Chino”. Allí Mendoza retrata un mundo de fábricas, prostíbulos y conspiraciones, en el que el humo de las chimeneas se mezcla con la miseria.

Calles como Robadors, Sant Pau o Hospital respiran todavía algo de aquella atmósfera que Mendoza captó con precisión documental y mirada crítica. La novela fue una de las primeras en retratar el lado oscuro de la Barcelona industrial, lejos de la imagen modernista y burguesa de la literatura anterior.
El Ensanche y la burguesía de fachada
Si el Raval mostraba la cara más cruda, el Eixample —con sus avenidas geométricas y fachadas modernistas— simboliza la otra Barcelona: la del progreso, las apariencias y los salones refinados. En La ciudad de los prodigios (1986), describe con maestría la transformación urbana de la ciudad entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929. Su protagonista es Onofre Bouvila, un pícaro que asciende desde la miseria hasta la élite económica.

El Passeig de Gràcia, la Plaça de Catalunya y el Parc de la Ciutadella son algunos de los espacios que recorren las páginas de esta novela monumental. En ella, se refleja cómo Barcelona pasó de ser una ciudad provinciana a una metrópolis moderna.
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El barrio Gótico y el laberinto del pasado
El Barrio Gótico, con sus callejones medievales, su catedral y su aire de misterio, aparece reiteradamente en la obra de Mendoza. Es el territorio del narrador sin nombre de El misterio de la cripta embrujada (1979) y sus secuelas, ese detective internado en un manicomio que investiga los crímenes más estrafalarios de la ciudad. Siempre se evoca la atmósfera de sus calles, llenas de historia y de rincones pintorescos.

Lugares como la Catedral de Barcelona, la Plaza de Sant Felip Neri o las ramblas laterales del casco antiguo se convierten en escenarios donde el absurdo se mezcla con el costumbrismo. Mendoza utiliza el Gótico como metáfora de una ciudad que esconde bajo sus piedras la historia, la corrupción y la locura colectiva.
La Barcelona de la posguerra: calles grises y supervivientes
En novelas como El año del diluvio (1992) o Una comedia ligera (1996), Mendoza retrata la Barcelona de la posguerra, una ciudad moralmente devastada donde los personajes sobreviven entre el hambre y el silencio.

Aquí los escenarios se trasladan a barrios más periféricos o residenciales —como Sant Gervasi o Sarrià—, donde la burguesía intenta mantener su estatus entre ruinas materiales y éticas. La ciudad, desprovista de glamour, se convierte en un espacio simbólico de resignación y esperanza.
El metro y la Barcelona subterránea
En la saga del detective loco, el metro de Barcelona tiene un papel especial. En El laberinto de las aceitunas (1982) o El enredo de la bolsa y la vida (2012), Mendoza lo utiliza como una metáfora del caos urbano y como vía de comunicación entre mundos sociales distintos.

La estación de Urquinaona o los túneles que cruzan el Eixample y el Raval sirven de escenario a persecuciones tan absurdas como desternillantes. El autor convierte el subsuelo de la ciudad en un reflejo de su inconsciente colectivo, donde lo cómico y lo trágico conviven.
El mar y la apertura al mundo
En la narrativa de Mendoza, el mar Mediterráneo simboliza el horizonte, la posibilidad de cambio y la conexión con Europa. En Sin noticias de Gurb (1991), una de sus obras más populares, un extraterrestre narra su vida cotidiana en la Barcelona preolímpica mientras observa con asombro el caos humano.

El paseo marítimo, el Port Olímpic y las Ramblas aparecen en tono satírico, mostrando cómo la ciudad se transforma en escaparate turístico y posmoderno. Esa mirada crítica y divertida es también una forma de amor: la de quien conoce cada rincón de su ciudad y, aun así, no deja de maravillarse ni de ironizar sobre ella.
Una ciudad literaria y viva
La Barcelona de Eduardo Mendoza es múltiple y cambiante: industrial y cosmopolita, clásica y grotesca, real y fantástica. Su literatura ha contribuido a forjar la imagen de la ciudad, al nivel de lo que hicieron en su tiempo Cervantes con La Mancha o Joyce con Dublín.
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Gracias a él, pasear por las calles de Barcelona puede convertirse en una experiencia literaria: cada esquina evoca una escena, cada barrio una época. Hoy, tras el reconocimiento del Premio Princesa de Asturias de las Letras, su obra reafirma lo que muchos lectores ya sabían: pocas ciudades han sido contadas con tanta ironía, ternura y verdad.








