Hay viajes que se hacen con la cabeza y otros que se hacen con el corazón. El recorrido por el suroeste de Estados Unidos, de Las Vegas a los paisajes sagrados de Utah y Arizona, pertenece a esa segunda categoría. Es un trayecto que no se mide en kilómetros, sino en conexiones profundas con la tierra, el silencio y la historia viva de quienes la han habitado durante siglos.
Partimos de Las Vegas, dejando atrás el ruido de neón, para adentrarnos en un territorio donde el tiempo parece diluirse. La carretera nos llevó hacia un mundo de rocas rojizas, cañones sin fin y cielos que, al amanecer y al anochecer, se tiñen de colores tan intensos que parecen irreales.

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Amangiri: un oasis de serenidad en el desierto
Acostumbrada a una vida de ruido, y constante movimiento, llegar a Amangiri fue como aterrizar en otro tiempo. Uno más lento, más consciente, más profundo. Allí, entre la vastedad del paisaje y la calma absoluta, el silencio dejó de ser una ausencia y se convirtió en una presencia real.
Ubicado en Canyon Point, en el sur de Utah, muy cerca de la frontera con Arizona, Amangiri se alza como un refugio de paz en medio de un paisaje casi lunar. Durante tres noches, este santuario de lujo se convirtió en nuestro hogar, y cada día allí fue una experiencia transformadora.


Desde el primer instante, el silencio fue el verdadero anfitrión. Un silencio que no es vacío, sino presencia; que invita a escucharte, a mirar diferente, a estar. Nos alojamos entre formas geométricas que parecían fundirse con las piedras, y todo – desde los espacios abiertos hasta el diseño minimalista – parecía estar pensado para realzar la majestuosidad del entorno. Concebido por los arquitectos Marwan Al-Sayed, Wendell Burnette y Rick Joy, el diseño de Amangiri logra algo poco común: dialogar con el paisaje sin imponerse, como si siempre hubiera estado allí.
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Una de las experiencias más memorables fue recorrer a caballo los alrededores de Amangiri por la mañana. Cabalgamos por senderos antiguos entre formaciones rocosas y mesetas inmensas, con la luz del día revelando poco a poco la grandeza del paisaje. El ritmo de los cascos sobre el terreno y la sensación de estar rodeados por tanta belleza crearon un momento de conexión profunda con ese lugar tan vasto como silencioso.

Los días pasaban entre la imponente piscina que se funde con el paisaje y visitas al spa, donde cada tratamiento comenzaba con una ceremonia de smudging, una tradición navajo que honra a quienes han habitado estas tierras por siglos. El humo de salvia blanca purificaba el ambiente y la mente, preparando el cuerpo para un ritual profundo con piedras calientes, aceites de enebro y arcillas del desierto. Era mucho más que bienestar físico: era una forma de sintonizar con la energía y el alma del lugar.
Por las noches, la cultura navajo nos envolvía. Una de ellas fue especialmente conmovedora: presenciamos la danza del aro, una forma ancestral de narración en movimiento, donde cada giro y figura trazada por los aros contaba una historia. Fue un recordatorio vivo de que la historia no solo se lee: se siente, se escucha, se baila.

Pero quizás el momento más íntimo e inolvidable fue sentarnos junto al fuego a escuchar historias contadas por un guía navajo. En la tradición de su pueblo, el storytelling no es entretenimiento: es un acto sagrado. Las historias se han transmitido oralmente durante generaciones como una forma de preservar la memoria, las enseñanzas y el vínculo con la tierra. Nos habló del Gran Cañón, de los mundos anteriores al nuestro, del equilibrio entre lo humano y lo natural. Cada palabra era una lección de humildad: el verdadero conocimiento no viene del control de la naturaleza, sino del respeto hacia ella.

Escuchar esas historias bajo un cielo de estrellas, y el calor del fuego, fue una de las experiencias más poderosas del viaje.La gastronomía en Amangiri fue otra revelación. Inspirada en los sabores del suroeste estadounidense, cada plato era una composición exquisita que honraba la región con ingredientes locales y técnicas refinadas. Y para culminar esta experiencia de la mejor manera, la noche de mi cumpleaños, Amangiri nos sorprendió con una cena privada en el desierto y bajo las estrellas, rodeada de fuego y del sonido distante del viento. Fue la forma perfecta de celebrar un nuevo año de vida en uno de los lugares más hermosos y serenos del mundo.
La historia en el camino
Tras esos días de contemplación, seguimos el camino. Nos adentramos en el Parque Nacional Zion, Bryce Canyon y Horseshoe Bend, cuyas formaciones rocosas imponen respeto, como si fueran guardianes antiguos. Visitamos el Cañón del Antílope, donde la luz se cuela como un río dorado entre las paredes estrechas de piedra. Y, por supuesto, el Gran Cañón: un abismo que no se mira, se siente. Frente a él, es imposible no hacerse preguntas esenciales. Su inmensidad obliga a detenerse. A respirar. A recordar lo pequeños, y a la vez lo afortunados, que somos de poder habitar este planeta.
En cada parada del viaje había una historia que contar. Cada lugar tenía algo único, y conocerlo de cerca fue impresionante.

Regreso en calma
El viaje terminó en el mismo punto donde comenzó, en Las Vegas, pero regresamos siendo distintos. Más conscientes, más presentes. Con una conexión genuina con lo esencial, con aquello que a veces olvidamos entre el ruido.