Dieciocho días de viaje. Marejadas intempestivas. Latas oxidadas que ahora son reliquias arqueológicas. Seducido por una folletería repleta de osos polares que juguetean en el hielo, me embarqué en un crucero en el Ártico con Adventure Canada. El plan: navegar desde Kangerlussuaq, en la costa occidental de Groenlandia, hasta Kugluktuk, en el territorio canadiense de Nunavut.
Qué bonito habría sido ver a un oso polar usar un trozo de hielo como resbaladilla. O a un par de focas reposar sobre un iceberg. O a una manada de narvales, los unicornios del océano, salir a respirar un momento. De eso tuvimos entre poco y nada: osos lejanos, focas esquivas y narvales ninguno. Siempre que se trata de observar vida silvestre es un volado, pero hay más.
Los cruceros en el Ártico, a diferencia del Antártico, no giran solo ni principalmente en torno a la observación de fauna. Si bien amenazado por factores como la crisis climática y el crecimiento exponencial de visitas, el polo sur sacia caprichos animales sin mucho esfuerzo. En la Antártida, pingüinos y elefantes marinos se dejan ver sin garantías ni dudas. El norte, cuando menos en el continente americano, es distinto.

Groenlandia y Nunavut están azotados por los efectos de colonialismos recientes. El turismo, hasta hace poco incipiente, es el centro de debates complejos. Aquí la naturaleza indómita y la promesa de lejanía no se sirven solas. Las comunidades inuit habitan ecosistemas ya de por sí frágiles. Y como sucede cada vez más en tantos otros sitios, se preguntan si quieren recibir visitas y en qué condiciones.
Estas tierras y mares atraen lo mismo a entusiastas de la naturaleza que a devotos de la historia. Algunos navegan el Ártico para ver de cerca un perro de Groenlandia, otros para seguir las huellas de expediciones enaltecidas que fueron un fracaso. Con cámara en mano y esperanza de morsas, unos buscamos el momento decisivo. Con apetito curioso y relativismo cultural, otros prueban carne de ballena.
Este fue un viaje de chapuzones gélidos, canciones en groenlandés y acantilados de 200 metros de altura. Pero, sobre todo, fue un viaje de sorpresas. Dieciocho días de navegación para enfrentarse a expectativas y entregarse a la espontaneidad, ya sea en forma de tormenta o de auroras boreales. No tengo la foto soñada del oso polar, pero sí recuerdos entrañables. Y entre belugas, icebergs y estromatolitos, también historias que vale la pena contar.
Acampé en Kulusuk, en la orilla del mundo. Así fue la experiencia.


Ilulissat: canciones de calma para marejadas
Dicen que los barcos de expedición se diferencian de los habituales por una razón principal: la imposibilidad de ofrecer itinerarios detallados a priori. Flexibilidad para adaptarse al cambio es una pieza medular de todo crucero en el Ártico que se respeta. No importa cuántas ganas tenga uno de cruzar un canal o desembarcar en una isla, si el canal está cubierto de hielo o en la isla se confirma la presencia de un oso, el plan b puede más que el capricho.
Llegamos a Ilulissat, la autoproclamada capital mundial de los icebergs, con ganas de ver el fiordo que da nombre a la ciudad. Catalogado como Patrimonio de la Humanidad desde 2004, este monumento natural es uno de los principales atractivos de Groenlandia. ¿El plan? Navegar el campo de hielo a bordo de pequeños barcos locales. ¿El pronóstico meteorológico? Cambiante, preocupantemente cambiante.
Yo estuve en uno de los últimos barcos que tuvo la suerte, a saber si fue buena o mala, de zarpar. Dejamos el puerto con el cielo nublado y la mar revuelta y volvimos, que no es poco. De un momento a otro, el asombro de estar frente a catedrales de hielo se convirtió en temor a perder el equilibrio e irse de bruces. El barco parecía diminuto frente a los icebergs, pero parecía todavía más chico envuelto entre las olas.
En Ilulissat conocí el miedo al mar. Y en la travesía, la importancia de la música en tiempos desesperados. Eso lo aprendí de Aka Simonsen, investigadora y guía con Adventure Canada. Librado el temporal, varios días después, Aka me contó su experiencia en una expedición científica que perdió el rumbo y salió mal. Fue una melodía de su niñez, un canto al sol en kalaallisut, la que la mantuvo cuerda. Desde entonces, llevo la canción conmigo.

Prescott Island: la conmoción de las belugas
Habían pasado ya suficientes días a bordo del crucero cuando llegamos a Prescott Island. La mayoría de ellos, con más ganas de ver fauna que fauna dejándose ver. Nuestro crucero en el Ártico se había probado más eficaz para seguir las huellas de expediciones fallidas por el Northwest Passage que para avistar gaviotas de marfil, zorros árticos o focas barbudas.
Nadie esperaba nada de Prescott Island. A este rincón remoto de Nunavut llegamos porque el pronóstico del tiempo nos impidió llegar a otro sitio. El equipo de guías preparó el desembarco sin dejar de repetir una frase: este era un lugar nuevo para todos. Sabíamos que en Ilulissat encontraríamos icebergs y que en Beechey Island veríamos las tumbas de la expedición perdida de Franklin, pero esta isla deshabitada era una incógnita.
Nos organizamos por niveles de actividad física y, apenas llegar a la playa, comenzamos a caminar. Hicimos lo que en todas las excursiones, pero esta fue distinta. A los pocos minutos de andar, alguien empezó a hacer señas: había algo en el mar. La siguiente hora, sin despegar los ojos de la bahía, transcurrió entre éxtasis y conmoción. Ese algo en el mar eran belugas. En plural. Y no se trataba de un avistamiento esporádico.
Nunca logramos ponernos de acuerdo sobre cuántas eran. Unos dijeron doscientas, otros hablaron de mil. Eso sí, con una actitud poco propia de la especie, adultos y crías se mostraron desinhibidos, ajenos a nuestra irrupción. Emma Sutherland, una de las biólogas a bordo, se dedica de lleno al estudio de belugas en el Ártico. Eso que habíamos presenciado no era cualquier cosa. Su mirada cómplice, también conmovida, me lo dijo en silencio.

Kogluktualuk: el placer de lo impredecible
Kogluktualuk fue el último lugar que visitó nuestro crucero en el Ártico. En muchos mapas aparece como Port Epworth, pero prefiero el nombre en Inuinnaqtun. Una de las tantas cosas que aprendí de nuestros guías inuit es que llamar a los lugares por sus nombres indígenas es, también, una forma de resistencia y descolonización. Antes de las narrativas del Ártico desolado, ya había comunidades habitándolo.
Para poder bajar en Kogluktualuk, los guías establecieron un perímetro de seguridad. Libre de osos polares, la zona se podía explorar con tanta o tan poca compañía como cada uno quisiera. Dejamos el crucero sabiendo que podíamos encontrar formaciones rocosas muy particulares y uno que otro lemming, el roedor que se las ha arreglado para sobrevivir en latitudes boreales. A mí, la primera sorpresa me la dio un matorral.
Parece mentira que una planta cualquiera pueda ser tan emocionante, pero luego de más de dos semanas de circunnavegar el círculo polar ártico, ver una hoja más grande que el dedo de mi mano fue motivo de alegría. Por suerte, no fue el único. Kogluktualuk me presumió a uno de sus roedores huidizos y también sus múltiples tapices de rocas concéntricas. Esas que los geólogos prefieren llamar estromatolitos fosilizados.
Además de confirmar lo que los guías anticiparon en sus presentaciones, Kogluktualuk nos regaló parches de cielo azul. Por si fuera poco, también un arcoíris. Suena trivial, pero los últimos tres días las tormentas habían robado protagonismo y cancelado excursiones. La última visita no solo fue posible, fue gratamente aleccionadora. Ciertas cosas, como los encuentros con belugas, auroras boreales y arcoíris, no se pueden planear.
Prepárate para ver las mejores auroras boreales de dos décadas

Guía práctica para crucero en el Ártico
Groenlandia y Nunavut con Adventure Canada
Canadá, Estados Unidos y Groenlandia comparten el Ártico americano. Algunas localidades cuentan con aeropuertos y carreteras y se pueden visitar por cuenta propia, pero la mayoría de los sitios naturales y comunidades pequeñas solo son accesibles por avioneta o helicóptero. Y dependiendo la temporada, barco o transportes como motonieve y trineo.
Durante el verano, entre finales de junio y principios de septiembre, Adventure Canada ofrece diferentes itinerarios para viajar a bordo de un crucero en el Ártico. La mayoría de las rutas incluyen visitas en distintos puntos de Groenlandia y Nunavut, aunque también itinerarios que incluyen paradas en Islandia y la provincia canadiense de Terranova y Labrador.
Adventure Canada no presume las suites más lujosas ni los barcos más elegantes, pero se distingue por sus principios éticos. La compañía trabaja de la mano con las comunidades que visita, emplea como guías culturales a personas locales y facilita espacios para conversaciones incómodas, pero necesarias, sobre temas como colonización, racismo, desplazamiento y privilegio.


¿Cuál es la mejor temporada para un crucero en el Ártico?
El verano llega tarde al Ártico y el invierno empieza temprano. Son algo menos de tres meses los que se puede navegar en el círculo polar ártico con pronósticos de tiempo relativamente tranquilos. Aun en verano, los temporales y los días fríos son comunes en estas latitudes.
Es importante tener en cuenta que, durante el verano, los días son muy, muy largos. Con base en la latitud y el mes, el llamado sol de medianoche trae consigo meses seguidos de noches en las que no oscurece. Para hacer un crucero en el Ártico es recomendable empacar ropa cómoda para estar en el barco y ropa contra agua y viento para las excursiones.

Etiqueta y código ético en Groenlandia y Nunavut
En términos generales, un par de cientos de visitas suena bastante manejable para cualquier destino. Sin embargo, la generalidad no aplica en todos los casos. La mayoría de las comunidades árticas son muy pequeñas y una afluencia de 200 personas puede fácilmente suponer un incremento del 20% en la población de una localidad.
El acceso a servicios y productos en las comunidades pequeñas del Ártico puede ser muy limitado. En poblaciones como Mittimatalik, en Nunavut, comprar algo en la farmacia más que contribuir a la derrama económica supone desproveer a la comunidad de un bien que puede tardar meses en volver a los anaqueles. En lugar de asumir qué comportamientos vienen bien para los lugares que se visitan, lo mejor es preguntar a los guías culturales.
Aunque sería ideal que no hiciera falta, no está de más repetir que hay una serie de códigos básicos a los que adherirse. Las comunidades árticas no son museos de sitio ni sus habitantes actores pagados. Antes de tomar fotografías de gente, interactuar con animales domésticos y entrar en propiedades privadas hace falta pedir permiso.
Columnista
Marck Gutt es escritor, fotógrafo profesional y partidario devoto del turismo sostenible. Dirige el blog Don Viajes, colabora en programas de radio y publica en medios como El Financiero y Esquire. Las montañas son su lugar feliz y el pan dulce es su primer amor. Encuéntralo en Instagram como don.viajes