Mar del Plata es una ciudad a cuyas orillas vuelvo siempre, como el oleaje. Mi infancia está impregnada por el olor de la arena ardiendo entre frituras y marejadas. Por ciruelas explotadas en el piso de nuestra casa familiar de la calle Rivas. Por fiestas de disfraces en el Ocean Club. Por pochoclos acaramelados de la calle Alem. Por espumas que envuelven la piel en Carnaval. Por el sonido de la ruleta del barquillero. Por corridas, descalza y con los pies quemando, de la carpa al mar.

Mis primeros veranos transcurrieron en el Yacht Club de la aristocrática Playa Grande. Las fotos en blanco y negro de abuelos y bisabuelos caminando por La Rambla. Los relatos de cómo mi padre y mi madre se conocieron y enamoraron allá. El telgopor desperdigado de una, dos y tres tablas de barrenar en la orilla. Las heladeritas rebosantes de sandwiches de pebete, de jamón y queso. El circo Rodas, aún con animales, de paso por la ciudad. La búsqueda de almejas escurridizas en la orilla. El frío en la noche. El amor de mi papá.
Es la primera vez que vuelvo desde que no está, y Mar del Plata es al único lugar al que él siempre, aún falto de palabras, pidió regresar.
Mar del Plata, la nostalgia de La Feliz
El paso por Mar del Plata exige entregarse a un ritual, aferrarse a un orden para saber que todo y todos permanecemos igual. Es la certeza de que siempre se puede volver a ser feliz. Aunque no sea cierto, aunque nos mintamos al viajar.
Es viajar 400 kilómetros en auto desde Buenos Aires para finalmente subir a la ciudad por la Av. Colón y sentir esa punción en la panza, como quien se hamaca, al ver de nuevo el Mar. Esa postal eterna que golpea de frente; generosa en recuerdos, inmutable al tiempo. Un instante ínfimo y emocional que puede ser hoy, ayer o mañana.

Luego, pasear por el Barrio Los Troncos, sus calles ondulantes, arboladas, con hortensias florecientes. Reconocer la arquitectura de chaletcitos en piedra grisácea y pasar por la que fuera nuestra casa para sacarme una foto actualizada frente a ella. La primera vez lo hice sola, la segunda con mi primer hijo y esta última, ya con dos. Siempre la encuentro con las persianas bajas, solitaria pero impecable. Como si estuviera a la espera de que en un tiempo circular la volviéramos a habitar.


Esta vez nos alojamos en un hotel boutique modesto, pero cálido, limpio y muy marplatense: el Aleph, hacia el final de la calle Alem (aquella que en las noches de los años 90 se hacía intransitable en auto por la decena de promotoras regalando merchandising, calcomanías y casettes con los hits del verano). Hoy, relegada en atractivos comerciales por la calle Güemes, aún persiste como un foco apacible y tradicional, de hoteles modestos y bares nocturnos, cómoda para quien baja a Playa Grande.

Una gastronomía sabrosa, sencilla y popular
El circuito gastronómico de mi memoria y al que me someto con felicidad cada vez que voy comienza en la orilla, con un choclo de los carritos playeros, rebozante de manteca y sal. Sigue con un cono de cartón repleto de rabas -en plato de porcelana, bandeja plástica o fuente metálica no saben igual-. Y de postre, el ineludible e infaltable bocadito helado Chimbote, fiel y presente en todo kiosko playero.
Las tardes, endulazadas por medialunas de El Cóndor -hasta ahora sigo sin probar las de Sao o Fonte D’Oro– o churros Manolo. Y en las noches, lejos de los famosos Chichilo y Viento en Popa, la apuesta solía ser por la Taberna Baska, que cerró en 2019, o por una dupla tana imbatible que aún persiste: la pizzería Francesco, donde mi padre tenía la manía de levantarse de la mesa para saludar al cajero, como si lo conociera, como si el tiempo hubiera retenido al mismo ser humano allí y al saludarlo pudiera devolverle un poco de quien él fue. El cierre tenía parada obligada en Italia, y vuelta a casa con un kilo de helado de dulce de leche, chocolate y sambayón.



No hay viaje clásico por Mar del Plata que no incluya visita al Puerto y a la escollera de los lobos marinos. Sin paso frente a la Base Naval de la Armada para espiar a la fragata o submarino de visita. Sin recorrido a pie por la calle Güemes o deslumbramiento por la arquitectura del Casino Central de la Rambla. Sin recordar que allí, en sus playas, sucedieron cosas tan triviales como la vedette Moria Casán escandalizando con un topless y, a la vez, tan trascendentes como Alfonsina entregando su vida al mar.

Mar del Plata, la constructora de nuevos clásicos
Parafraseando al escritor Gabriel García Marquez, Mar del Plata no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla. ¿Puede acaso aún persistir una Mar del Plata intacta en mi memoria y, a la vez, dar lugar a que se sedimenten nuevos recuerdos?
La Cantina Lo De Tata encontró la fórmula para proponer sin olvidar. El restaurante que el chef Lisandro Ciarlotti abrió hace 13 años está surfeando la ola de un revolución gastronómica que se empezó armar en La Feliz hace 20 años, con referentes como Patricio Negro y Fernanda Sarasa al frente del icónico restaurante Sarasanegro, y de una cocina que mira hacia lo más profundo del mar.

En una esquina del nuevo polo gastronómico en el barrio de Chauvín y con una decoración mezcla de bodegón y puerto pesquero, Ciarlotti propone una gastronomía que retoma su propia nostalgia, el buen comer que le acercara su abuelo italiano, pero iluminada por el hallazgo de los sabores que traen peces antes desconocidos por el paladar argentino, como el pez limón, la lisa, el mero, el bonito.
Bajo la premisa de cuidar la calidad del producto desde su origen, trabajar solo pesca de anzuelo y casi no usar salsas, Ciarlotti renovó la oferta local pero fusionándola con muchas de las formas y costumbres ya conocidas por los maplatenses. Pastas y carnes dicen presente en la carta, junto a mariscos y pescados. El tiradito de pez limón con ricotta de cabra de una granja local fue el flechazo inicial para que me enamorara de este nuevo clásico.
La triada ya consagrada de nuevos clásicos marplatenses la termina de conformar Lo de Fran, el restaurante de Francisco Rosat que abrió en 2019 frente al puerto y que está rodeado por todas esas cantinas de siempre, pero con la diferencia de que allí se recrean platos típicos con productos locales y pesca del día.



De sus aperturas a esta parte, sus chefs también diversificaron su propuesta: Ciarlotti abrió Caldo junto a su socio Hernán Dominguez, y Sarasa y Negro apostaron en el 2023 por Furia, un rooftop & resto de fuegos en un piso 9, donde se equilibra la alta cocina, una creativa coctelería y una cuidadosa selección de vinos.
Otros nombres que siguen el impulso de esta ola son Corte y Confección, de Coca Damiano y el ex chef del Hotel Sheraton, Esteban Borione; el restaurante de mariscos Casa Mediterráneo y, con una impronta un poco diferente, Asian Ghetto, la primera cantina de street food asiática a base de productos frescos de la costa argentina.
También se podría sumar el multiespacio Chauvín, que si bien tiene una propuesta gastronómica más sencilla, logró reversionar otro rubro muy marplatense como es el teatro, con varias puestas en escena de microteatro.
Un fine dining de apertura veraniega
Si de clásicos en Mar del Plata se trata, no se puede eludir al Hotel Costa Galana, un coloso de la hotelería de lujo ubicado en la tradicional Playa Grande. Su nueva apuesta es el recién inaugurado restaurante MAR Cocina Suratlántica, bajo el mando del chef Pedro Bargero, quien liderara Chila hasta su cierre para embarcarse luego en el Proyecto Amarra, que llevó restaurantes del interior del país a Mar del Plata.
Su cocina, muy fresca y liviana, está basada en el concepto de kilómetro cero y en la gran diversidad que ofrece el ecosistema del sur del Océano Atlántico, aplicando técnicas de cocción que respetan la esencia de cada producto y fusionan sabores tradicionales con innovación. El menú incluye opciones como churro con crema de trucha y merengue cítrico, langostinos confitados, y merluza negra confitada.
La hotelería también se renueva
Nata Alvarez, vecina destacada de Mar Del Plata, comparte sus secretos de local y nos cuenta sobre la existencia de Bonne Maison, un bed and breakfast de cuatro habitaciones en el Bosque Peralta Ramos que abrió hace dos años y es atendido por sus dueños, el pastelero francés Jean-Yves Duperret y su esposa Marta, quienes vuelcan allí toda la experiencia ganada en los hoteles terapéuticos que tuvieron en Francia.
Otra opción que estaba haciendo falta en la Capital del Surf de Argentina era un hotel con ese corte, y el olímpico Lele Usuna acaba de inaugurarlo. Se llama Las Golondrinas y es el destino ideal para quienes viajan a la ciudad exclusivamente para la práctica de este deporte.
Mucho más sencillo aún, pero con una ubicación excelente sobre la calle Güemes y una atención destacada que salvó mi última noche de estadía en la ciudad, el hotel N26, abierto en abril del 2023, sin duda se convertirá en el nuevo clásico triple “B” (bueno, bonito y barato).
Mar del Plata es esa ciudad de lo lugares comunes, aquellos a los que de jóvenes queremos huir, pero a los que pasados los años siempre querremos volver.
