Comí lo más delicioso de mi vida en Osaka: la ciudad gastronómica más emocionante de Japón
From left: The Dotonbori district of Osaka; preparing nigiri at Yamatoya. PHOTO: ANDREA FAZZARI

A través de la pupila negra entreabierta, un pulpo seis metros ojea mi almuerzo. Domina el segundo piso de un restaurante en el barrio Shinsekai de Osaka, una mezcla de París y Coney Island construida a principios de 1900, descuidada para mediados del siglo y respetada hoy en día por su arquitectura retrofuturista y comida rápida de primera clase. Ursula-san, como se llama el pulpo hembra, sostiene takoyaki (buñuelos de pulpo) y kushikatsu (brochetas fritas) en sus tentáculos blancos con ventosas, pero, como era de esperar para una osakaense nativa, todavía tiene hambre.

Me separan del cetáceo artificial una calle ajedrezada y un monzón. Sentados junto a una ventana azotada por la lluvia, mi guía, Noriyuki Ikegami y yo estamos a salvo dentro de Tsuruhashi Fugetsu, una cadena especializada en otro tesoro de Osaka, el okonomiyaki. 

Con la memoria muscular y la actitud despreocupada de alguien que ha hecho esto diez mil veces, nuestra mesera deja caer un tazón de col rallada y masa sobre la parrilla caliente y silbante incorporada en nuestra mesa. 

Durante los siguientes 20 minutos, ella aparece periódicamente para añadir camarones, carne de res y cerdo; voltear la panqueca y pintarla con mayonesa y una dulce y tangy salsa marrón; freír un huevo soleado para poner encima; y finalmente enterrarlo todo en bailarinas hojuelas de bonito. El okonomiyaki es un delicioso desorden. Como lo es Osaka.

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From left: Fruit-filled sandwiches at Yotsubashi Pain, a bakery in Osaka, Japan; Tsutenkaku Tower presides over the city’s Shinsekai neighborhood. ANDREA FAZZARI

Pero sería simplista llamar a la tercera ciudad más grande de Japón “una ciudad donde comer bien”. Dos sílabas no pueden abarcar la diversidad y calidad de la cocina, desde los takoyaki calientes y sabrosos en la calle hasta el kaiseki empapado de tradición en el Nishitenma Nakamura con estrellas Michelin, donde el chef y propietario Akemi Nakamura ablanda el sashimi de calamar con trazos de cuchillo tan delicados como la caligrafía. Los osakaenses cenan con fervor atlético y pasión, y todos los que conozco quieren saber, exigen saber realmente, lo mismo: “¿Qué has comido”? Y yo les respondo:

—Las famosas mejillas de atún sopleteadas del famoso Izakaya Toyo de Netflix, que son buenas para mostrar en televisión pero saben a butano; prefiero la extravagancia desenfrenada del chef y propietario Toyoji Chikumoto, que fuma cigarrillos en cadena y deleita con su maki de chutoro enrollado tan casualmente como una esterilla de yoga con audaces lágrimas de shiso.

—Pastel de frambuesa cubierto con esmalte salpicado de semillas, un esponjoso panecillo de higo, varias barras de chocolate de origen único y un café de Etiopía en Yard, un elegante café y laboratorio de cacao en el borde del pacífico Parque Tennoji.

—Hígado de rape al vapor, pollo frito irregular y ñame de montaña encurtido con wasabi en Sumiyaki Shoten yo Ohatsu Tenjin, un animado izakaya (bar con algo de comer) en un callejón nocturno cerca de la estación Umeda, acompañados de rociadas de sake de maracuyá.

Añade mucho, demasiado okonomiyaki a la lista. Mi guía observa la segunda porción en mi plato y me recuerda suavemente: “Tenemos mucho más que comer.”

UÍ encuentras  todo lo que probablemente hayas escuchado sobre Osaka, si es que has escuchado algo, dada la década de dominio turístico de Tokio y Kioto. Es caótica. Es ruda. No es muy bonita. Nada de eso es falso, especialmente en y alrededor de Shinsekai. El nombre significa “Nuevo mundo”, una profecía optimista para un futuro inspirado en Occidente, ejemplificado por la Torre Tsutenkaku, que con 65 metros de altura, fue el edificio más alto de Asia cuando se construyó en 1912. Pero un incendio lo destruyó durante la Segunda Guerra Mundial y el nuevo mundo comenzó un lento deslizamiento hacia un inframundo. Hoy en día, este barrio tiene un aspecto rudo pero es perfectamente seguro, aunque ayuda tener un guía como Ikegami, quien lidera recorridos culinarios por la zona para Arigato Travel.

Sacudiendo nuestros paraguas, nos adentramos en Yamatoya, un refugio poblado por dueños de locales de pachinko y damas con paquetes de cigarros suaves sujetos con afiladas uñas. Yamatoya se especializa en sushi prensado y cortado en cuadrados, tradicionalmente hecho con cortes económicos que podrían ser cocidos, conservados o tratados para durar en las loncheras de los obreros que acudieron a Shinsekai en 1956 para reconstruir Tsutenkaku.

Ikegami ordena el macarela y en cuestión de minutos, el chef Doi-san pasa el sushi por el mostrador. Parece un mosaico de baldosas iridiscentes y golpea con efectos de cómic ZAPS! y POWS! de vinagre y salmuera, sabores lo suficientemente insistentes como para, aunque sea brevemente, despertar a esos trabajadores de una rutina interminable de días difíciles.

Una vez que la “nueva” torre estuvo completa y el empleo en Shinsekai desapareció, muchos de los trabajadores de la construcción quedaron sin hogar. El aclamado fotógrafo Daido Moriyama creció en Osaka en esa época; tan icónica era la Tsutenkaku reconstruida que más tarde la colocaría en la portada de su libro de 2016, Osaka, un cohete blanco deslumbrante contra un cielo nocturno.

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From left: Bottles from Shimanouchi Fujimaru, a winery and restaurant; a three-dimensional octopus sign overlooks a street in Shinsekai. ANDREA FAZZARI

Encuentro ese libro en la biblioteca del Flag, un hotel boutique en Shinsaibashi. “Odiaba el olor de la ciudad, la forma en que la gente hablaba”, escribió Moriyama en Imagen oscura, un ensayo de 1996 republicado en Osaka. “Típicamente estaba enamorado de Tokio, interesado sólo en su aparente elegancia retratada en canciones, libros y películas, y la diferencia entre eso y la imagen de esa Osaka con la que realmente estaba en contacto era tan extrema, que Osaka me parecía desagradable”.

Imagen oscura se transforma en una carta de amor a una musa complicada, una ciudad que se deleita y luego subvierte sus propios estereotipos: aquí un callejón sospechoso, allá un Louis Vuitton. Esta entretenida personalidad dual brilla al recorrerla a pie, y con las zonas Kita (norte) y Minami (sur) del corredor turístico central siguiendo en su mayoría una cuadrícula, Osaka es extremadamente fácil de navegar. Cuando no tengo hambre, camino. Camino y camino y camino hasta que vuelvo a tener hambre.

Ese es mi plan de cena después de Shinsekai. El Flag está a la vuelta de la esquina de la animada calle de Shinsaibashi, que canaliza un río de peatones hacia el distrito comercial de Osaka, famosa oportunidad fotográfica, el puente Ebisubashi, y luego hacia Dotonburi, la avenida principal. Barcos turísticos de paseo recorren el río debajo del puente, sus pasajeros observando maravillados los neones más arriba. Los anuncios luminosos te miran de vuelta, reflejándose en el agua en distorsiones brillantes de azul hielo, rosa intenso, ultravioleta. Rampas y escaleras unen el puente y las calles superiores de Dotonburi con las concurridas cafeterías y tiendas de conveniencia a lo largo del canal. Gente por todas partes. Luces por todas partes. Comida por todas partes. Ramen tonkotsu, takoyaki, waffles burbujeantes, crêpes de matcha, bistecs Kobe—lo quiero todo—. El sentimiento encapsula la expresión osaqueña kuidaore, que significa “comer hasta arruinarse”.

OMOFUMI FUJIMARU me espera la estación de Andõ. Lleva puestos unos jeans ajustados, un suéter marfil y maneja una Range Rover negra. 

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From left: The famous «dipping ramen» at Noodle Fishtons; ramen for two at Noodle Fishtons. ANDREA FAZZARI

Se tardan 30 minutos en llegar desde Osaka hasta el origen de su escena de vinos de nueva ola. El tren avanza desde el centro de la ciudad hacia atrás en el tiempo, atravesando rascacielos que se reducen a bloques de apartamentos de concreto, luego a casas individuales con jardines de vegetales y sábanas en tendederos. Nosotros vamos en su ayuto. “Hace 80 años, Osaka era el principal productor de uvas en Japón”, dice Fujimaru mientras pasamos por Kashiwara, donde las colinas a las afueras de la ciudad solían albergar 119 bodegas. Quedan muy pocas. El japonés Fujimaru, de 46 años, es considerado el consejero de vinos naturales en Japón, un país cautivado por los caldos de calidad, con sus propias habilidades para elaborarlos. “Dicen que el vino extranjero es superior y el deOsaka es insípido o realmente dulce”, dice. “Yo quería hacer vino para acompañar una comida, seco y completamente maduro”.

Fujimaru estaciona a un lado de un camino en zigzag, baja del auto, salta la barrera metálica y me hace gestos para que lo siga hacia el bosque. Una corta caminata nos lleva a un espacio abierto, donde un túnel de cuento de hadas desaparece en un enredo de bambú. 

Del otro lado, emergemos en un sendero que hace mucho tiempo se derrumbó en un barranco. Una estrecha tabla de metal forma un puente improvisado sobre la brecha de tres metros. Fujimaru cruza a paso ligero y aterriza en uno de los nueve viñedos que proveen uvas para las 15,000 botellas que produce anualmente de su etiqueta de culto, Cuvée Papilles. El acceso a este viñedo antes abandonado es precario, pero lo compensa con una exposición soleada al suroeste, noches frescas, suelo de arena y arcilla favorable para la vid, y una magnífica vista de una aldea en miniatura en la distancia enmarcada por un anfiteatro de siempreverdes indómitos. El campo desciende suavemente, dando la sensación de que si limpiaras el crecimiento salvaje y te acomodaras dentro de un saco de arpillera, podrías deslizarte hasta llegar al río Yamato, como si estuvieras en un supertobogán de parque de diversiones.

Artículo original: I Had Some of the Best Meals of My Life in Osaka — Here’s Where to Eat and Drink in Japan’s Most Exciting Food City