
“Te va a dar frío, ponte manga larga”, me advierte Ezequiel, quien espera frente a la fachada de Casa Bo, donde me estoy hospedando en La Paz, Baja California Sur. Llegué hace un par de días y me he dedicado a disfrutar del Mar de Cortés, que es el “Acuario del Mundo”. Ya nadé con leones marinos y vi corales. Los chefs Héctor Palacios y Ezequiel Hernández, ambos al frente de restaurantes de cocina de mar, me invitaron a pescar. Son las 5:00 de la madrugada y logré estar lista a tiempo, por recomendación de los expertos, llevo leggings y una sudadera, y debajo el traje de baño, por si hay chance de meterse al mar.


¿Quién puede comenzar el día sin café? Los pescadores no. Hacemos una parada en el Café de Alondra, un local de lámina que abre desde muy temprano para dotar a pescadores y desmañanados de café americano, avena, “chocomiles” y jugos. Pero la especialidad, al menos para nuestros anfitriones, son los burritos.
Pasamos por hielo triturado y, ahora sí, agarramos carretera con rumbo a la Bahía de los Sueños (antes Bahía de los Muertos). Vemos el amanecer a medio camino, es entre rosa y naranja, es color toronja. “A los peces les da hambre temprano”, dice Ezequiel, para después hablar de Campobaja, su restaurante en Ciudad de México. “Está inspirado en los campos pesqueros, el producto se sirve crudo, natural”.

Ya en la bahía, nos encontramos con el resto del grupo, que venía en otro carro, y nos repartimos en dos lanchas, cada una con su capitán. Estamos listos. Voy en la embarcación “Adelaida” con los chefs Héctor Palacios y Regina Logar, y con Garý, el fotógrafo que me acompaña, nacido en Estados Unidos, pero costeño de Los Cabos por elección.
No sé de dónde sale una veintena de burritos envueltos en papel aluminio, tomo uno de frijoles y paso el resto a los demás. En el norte la tortilla más rica es la de harina y las que se preparan a mano en la Baja son irresistibles. Es casi imposible irse sin al menos un par de paquetes en la maleta.
El ikejime y el pescado más fresco de mi vida
Son casi las 8:00 de la mañana, ya me acostumbré al movimiento de la lancha y estamos llegando al punto indicado para echar los anzuelos. El chef Héctor, que pesca desde los siete años, dice que hay algo llamado “la pesca del minuto”. Me vuela la cabeza pensar que en 60 segundos le puedes dar una muerte rápida y sin dolor al pez recién salido del mar, evitando que muera por asfixia, y al mismo tiempo mejorar el sabor y calidad del producto. Se trata del Ikejime, un método de sacrificio artesanal de origen japonés, que requiere de rapidez y precisión.
Apenas pasaron 18 minutos y el primer pez ya mordió el anzuelo; es el momento de más adrenalina, el animal es fuerte y lucha, desde la superficie se ve de color azul metálico y verde. Regina sostiene la caña de pescar, mientras que el capitán le echa la mano capturando al pez en una red. Está en la panga, sigue vivo y quedan 59 segundos para el procedimiento.

“Todo lo que haces en el primer minuto del pez fuera del mar, cuando se pesca con anzuelo, define la calidad que va a tener tu pescado en tu refrigerador, anaquel y cocina”, dice Héctor. “Le haces un piquete en la cabeza, que se llama “shukketsu”, que es la muerte cerebral; después unos piquetes en las agallas y abajo de las aletas, y un corte en la cola. Ya sea que le metas la varilla por la frente y rompas toda la médula espinal o por la cola (de cualquier forma) vas a provocar una muerte rápida y que el pescado se desangre, después lo metes en agua de mar con hielo”.
No quiero hablar ni moverme, no quiero hacer nada que pueda entorpecer el procedimiento, así que me alejo un poco y grabo. Más tarde el chef Héctor me explica que con esta técnica se detiene el efecto del ácido láctico generado por el estrés que experimenta el pez por la pelea y cuando muere lentamente. “Con esto conservamos la calidad y la textura del pescado, además podemos madurarlo”.

El capitán dice que lo más importante para pescar es el clima, cuando el agua está muy caliente los peces no salen a la superficie. Además, en los 46 años que lleva en el mar, ha aprendido que cuando el agua se ve verde “se batalla más” que cuando está azul. Está siendo un buen día.
Nunca había notado que los peces cambian de color al salir del mar, dejan de ser tan metálicos y brillantes. Con la hielera llena, y la de la otra embarcación también, llegamos a una playa semivirgen, en la que solo hay un campamento de pescadores, para comer el pescado más fresco de mi vida. Los chefs Héctor y Ezequiel se ponen manos a la obra, se apoyan en la punta de la panga y comienzan a limpiar el pescado; todo se aprovecha, hasta las vísceras. Pican un poco de cebolla morada y parten un limón amarillo, usan unas salsas y condimentos que traían en botes. Queda un plato montado como en un restaurante, con láminas de pescado y otro con los despojos. Es riquísimo, podría comer pescado crudo todos los días (o eso pienso en este momento).
Siempre me gusta hablar sobre mi idea de lujo y es que para mí este concepto va más allá de los manteles largos, los establecimientos con reconocimientos y los resorts de playa. Pienso que el lujo es poder disfrutar de un pescado recién salido del mar, en la arena y con una cerveza Pacífico bien helada, me siento afortunada. El capitán encontró un caparacho de tortuga, y los chefs le prenden fuego y lo usan para cocinar otro pescado, que después enjuagan en el agua de mar para quitarle los residuos de arena y cortar la cocción.

Si quieres probar la cocina del chef Héctor, ve al restaurante Casamarte en el malecón de La Paz. Y para llegar a este destino, la recomendación, si sales de la Ciudad de México, es que tomes un vuelo en Viva Aerobus.
